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La Noción de Pecado en Agustín
y en Pedro Abelardo

 

Gerald Cresta
Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino
Universidad Católica Argentina

 

Una primera aproximación al concepto de pecado designa la precaria situación del hombre después de haber sido arrojado del Edén a causa de la desobediencia a su Creador. Esta situación consiste en habérsele presentado frente a sus ojos la diferencia entre el bien y el mal. „Les cayeron como escamas de los ojos“, especifica el libro del Génesis, y este descubrimiento es fundamental porque en esa diferencia entre lo bueno y lo malo es en donde para el cristianismo comienza a resquebrajarse la unidad de sentido de las acciones humanas. A partir de lo sucedido en esta instancia mítica, el hombre vería al mundo de otra manera, en función de un conocimiento que hace entrar en juego al pecado y a la muerte, en el sentido de un alejamiento de Dios. La muerte del alma –porque de esa muerte se trata, y no de la mera muerte del organismo-, trae aparejada la imposibilidad para el hombre de alcanzar nuevamente la unidad e integridad consigo mismo y con Dios, al menos dependiendo de sus propias fuerzas. Amándose el hombre a sí mismo en contraposición a Dios, y colocándose por debajo del rango que le corresponde, pierde la libertad (paradisíaca) a causa de la diferenciación de sí mismo y de su cuerpo, [1] y en adelante debe vivir una libertad en constante referencia al marco moral y gnoseológico a partir del cual ella misma ha surgido. Desobediencia y conocimiento: dos aspectos fundantes que, siendo diferentes en sí mismos, se conjugan en el relato bíblico para representar el punto de partida existencial de lo que el pensamiento cristiano denomina Historia de la Salvación.

San Agustín caracteriza esta actitud del hombre como una actitud de soberbia y es esta misma actitud y esta misma soberbia lo que lleva a la definición de pecado, en la medida en que la soberbia, y su contracara: la envidia, son maneras de alienarse el hombre de sí mismo. Porque ambas ofrecen una comparación y suscitan una reflexión, tienen su fundamento en una medida abstracta, que es precisamente en donde se encuentra la alienación. Subordinar la semejanza del hombre a Dios a un módulo abstracto que no se ajusta en ningún caso a su ser: ésta es una actitud que conlleva una desemejanza respecto de Dios cada vez mayor. [2] La desemejanza implica por tanto -si el otro polo de la relación es la absoluta plenitud ontológica-, un estado de desgarradora indigencia, una pobreza de ser que invade al hombre quitándole toda posibilidad de unificarse con su principio creador en la medida en que se limite a su sola independencia. En la raíz de esta situación del hombre pecador se encuentra el concepto que nos interesa, es decir, el concepto de pecado y la interpretación que del mismo tienen los dos pensadores mencionados.

Si bien San Agustín diferencia entre definición exterior e interior del pecado, esta diferenciación y la consecuente amplitud con que trata en más de una ocasión el tema de la disposición interior buena o mala, no implican que el pecado en sí mismo se reduzca con exclusividad al ámbito de la subjetividad humana, como es el caso en la propuesta ética de Pedro Abelardo. Precisamente porque para Agustín la libido es, como consecuencia del pecado original, la malicia intencional que pervierte el verdadero sentido de la libertad, es que la consideración de la gracia representa un aspecto sin el cual la solución al problema del pecado queda a mitad de camino. Para Pedro Abelardo, en cambio, se supera el pecado en una concepción de tono naturalístico del hecho moral: el criterio del restablecimiento moral estará entonces restringido solamente al arrepentimiento individual del hombre pecador.

Si aceptamos que el consentimiento al pecado, esto es, la sola instancia de disponibilidad interior „es la culpa del alma por la cual ésta merece la condenación o se hace culpable ante Dios“, y que esta culpa proviene de inclinarse „a consentir en lo que no se debe, haciendo algo o dejándolo de hacer“ [3] , es preciso señalar que en Abelardo ese „deber“ no es otro que el que surge de la Ley de Dios, por lo cual el pecado es un rechazo intencional del mandato divino, y en tal sentido puede verse también allí sólo un relativo subjetivismo, ya que el hombre no es por sí mismo árbitro de lo bueno y de lo malo, sino que se trata de datos objetivos. Por consiguiente, hablaremos en adelante de subjetivismo ético sólo en relación al hecho de que en la perspectiva abelardiana la recomposición del orden moral quebrantado excluye la gracia divina y centraliza la totalidad del comportamiento moral en la interioridad del hombre. En esta perspectiva, también la ejecución queda fuera de contexto, porque en definitiva tendrá un carácter neutro no sólo en el tratamiento de la culpa, sino además en la relativa o casi nula importancia en su referencia a la Historia de la Salvación, lo que para Agustín representa el centro del problema.

La voluntad, el consenso, la acción y la nueva libertad

En el comportamiento generado a partir de la concupiscencia o libido la voluntad del hombre se aparta del orden recto, justo. [4] Establece aquí Agustín una importante relación con la Ley: lo malo no es lo que prohibe la Ley, sino que ella prohibe una determinada acción, porque esta acción es mala por naturaleza. La concupiscencia es definida no como idéntica al instinto sin más, sino fundamentalmente como la oposición del hombre consigo mismo. Esta situación en la que el hombre se halla alejado de Dios es denominada por Agustín „vivir según la carne“, en contraposición a la vida según el espíritu. Y solamente el hombre redimido es capaz de superar la diferencia entre carne y espíritu en una instancia más plena de sentido. [5] Sin duda el mal proviene para Agustín de la voluntad y no del cuerpo, pero con esta diferenciación entre vivir según la carne (que como se sabe abarca mucho más que los sentidos corporales) y vivir según el espíritu, tanto el bien como el mal no se cumplen cerrando su ciclo en el ámbito subjetivo del cual surgen, sino que esta disposición mala o buena llega a su cumplimiento en el vivir correspondiente, es decir, en las actitudes a que tales disposiciones dan lugar en la realidad concreta de los hechos.

En esto disiente Pedro Abelardo. Si el pecado radica en la intención y el consenso individuales, no es coherente, en primer lugar, que debamos llevar sobre nuestras espaldas el peso de una culpa (la del primer hombre) que no nos pertenece personalmente. Ya hay aquí una gran diferencia con Agustín, cuya interpretación del pecado original es ampliamente conocida, así como la importancia que el mismo tiene en su tratamiento ético del tema y la gran influencia sobre el pensamiento cristiano occidental durante más de un milenio. Y en segundo lugar, la vida según la carne o según el espíritu queda reducida al gérmen de sí misma en el ámbito de la interioridad subjetiva, privando al individuo de la instancia concreta en que sus disposiciones puedan realizarse y así dar sentido a su participación en la história salvífica.

Aún cuando la posición ética de Abelardo se halla fuertemente influenciada por la ética estoica y a la vez por la doctrina cristiana de la recompenza o el castigo futuros, debe señalarse un impulso que lo lleva a redefinir algunos términos importantes. Si bien para el estoicismo las virtudes y los vicios eran entendidos como aquellas prácticas derivadas de la elección de un curso de acción bueno o malo, para Abelardo se trata de nociones que refieren principalmente a inclinaciones que se manifiestan en sí mismas como una instancia previa a cualquier elección y sobre las cuales tenemos muy poco control. Por ejemplo, la tendencia a enojarse con facilidad es un vicio, que aunque en sí mismo no comporta pecado, sí lo es en la medida en que consiento dicha tendencia. Este consentimiento es tan central en la posición ética abelardiana, que una vez formada la firme intención de hacer el mal, enseguida sobreviene la culpa. Nada sorprendería en esta perspectiva si no fuera porque esta culpa no puede ser alterada –en el sentido de aumento o disminución de la misma-, por el hecho de cometer realmente el mal previamente consentido en la intención. De ahí que Dios pueda, según esta propuesta, condenar al hombre que en su corazón ha cometido adulterio, aún cuando en los hechos no ha seducido a ninguna mujer concreta.

Para dar respuesta a esta cuestión suscitada en la confrontación de ambos autores, debemos encuadrar el problema del mal en el marco que compone el conjunto del plan divino de la creación, en el cual se observa un determinado ordo rerum. Si se tiene en cuenta, por un lado, que Abelardo entiende a la mala voluntad no como pecado sino como una „debilidad en cierto modo necesaria“ y, por otra parte, que San Agustín –aún entendiendo que el pecado surge a partir de la mala voluntad- hace entrar en juego esta suerte de necesidad del ordo rerum, se aclara el ingreso inevitable del hombre en el ámbito del „mundo“, porque sólo es posible vencer la culpa cuando se tiene conciencia de ella.

El hombre debe realizar el estado de pecado, la dimensión nueva de su libertad, y luego dar a conocer esta libertad, primero a sí mismo y luego al mundo, antes de ser redimido. Esto concuerda con San Pablo: „La Ley fue dada para que el pecado creciese más todavía“ (Rom., V, 20). Es por eso que no basta para precisar el concepto de pecado un proceso interior en el cual el hombre pecador se distinga del hombre bueno en orden a su intención, a un „querer hacer lo que creemos que a Dios le agrada“, según Abelardo. Por el contrario, en el sentido de conjunto del plan divino reflejado en la creación el pecado es tanto más pecado cuanto se concreta en el obrar, ya que introduce de hecho un desorden en el ordo rerum. Para Agustín, la superación de esta disonancia en el hombre y por causa del hombre mismo, acontece en la gracia, don de Dios que se produce en la mediación de Cristo. Esta transformación por medio de la gracia comporta la verdad de Dios frente a la mentira del hombre; se trata de una verdad que libera al hombre de la „muerte del alma“ resultante del alejamiento de sí mismo y de Dios en el pecado. [6]

Lo más profundo en la experiencia del alma es esa inquietud que Agustín señala como el resultado de la situación del hombre entre el mundo sensible y el mundo espiritual. El yo del hombre que busca constantemente la supresión de esa inquietud resulta el único punto fijo inmediato en la permanente oscilación de su existencia terrena. Y esta experiencia no es la de un yo empírico, sino la experiencia de una verdad absoluta. El ámbito de la interioridad se convierte para Agustín en una puerta de entrada hacia un orden más elavado que trasciende los límites de la mera subjetividad. [7] La actuación moral no puede entenderse sin la obra que trasciende la voluntad, sea ésta buena o mala; la acción, cuando es mala y es así señalada como pecado, no queda circunscripta solamente al consentimiento subjetivo, sino que arbitrariamente ingresa en el ámbito de la creación como un obstáculo para el desarrollo ordenado de la misma. Se produce por consiguiente una alteración del orden, además del desprecio subjetivo de Dios, que para Abelardo precede a la actuación moralmente mala.

Consistencia del pecado

Si para Agustín las fuerzas individuales resultan insuficientes en la lucha contra el pecado, precisamente porque ellas se encuentran minadas por la influencia del mismo pecado, y se postula en consecuencia la imperiosa necesidad de la gracia divina, para Pedro Abelardo es inevitable que las acciones lleguen tarde en lo que atañe a la esfera del pecado. En su visión del problema, Abelardo no parece tener en cuenta que la realización del bien o del mal trasciende en su importancia al acto subjetivo propio de la individualidad personal y se inscribe en la realidad exterior a la conciencia. Hay una gran diferencia, podríamos decir, entre la intención de salvar la vida a un moribundo y el hecho concreto de tenderle una mano abierta. No hay que olvidar, por otra parte, que como respuesta al enfrentamiento con el maniqueísmo de su tiempo, Agustín afirma un principio divino único e infinitamente bueno, de donde luego deduce que el mal no es sino una deficiencia de la creatura, deficiencia que permanece siempre parcial porque en el plan de Dios el mal en sí  mismo concurre a la realización del bien en su conjunto, y toda la historia de la salvación es la realización concreta de ese plan.

También en el contexto histórico-social de Abelardo encontramos una referencia, en este caso la preocupación por fundamentar el orden del comportamiento individual, lo que permite dar la bienvenida al aporte de una ética que restringe su teoría a la eficacia que debe probarse en las relaciones personales. Pero, con todo, interesa plantearse hasta qué punto esa ética pierde en universalidad al no inscribirse ella misma en un cuadro de trascendencia desde la intención hacia el mundo concreto. Si pensamos al pecado y a sus consecuencias más allá de una infracción subjetiva a normas de conducta –aceptando incluso que éstas tengan un carácter objetivo fundado en la Ley divina-, vemos que el mismo, al perturbar la ordenación al fin, consiste esencialmente en un hacer. [8] Por supuesto, también para Agustín hay un motivo interior que precede al acto externo: la concupiscencia; pero no obstante se aprecia en la totalidad de su pensamiento moral que el peso recae sobre el obrar concreto del hombre pecador, y en esto se diferencia precisamente el modo en que Pedro Abelardo reduce íntegramente el pecado al consentimiento, quitándole todo énfasis a la consistencia de los hechos. Así, por ejemplo: „ ... y el mérito o la gloria no están en la obra misma, sino en la intención del que obra“ [9] , o también: „Por consiguiente, así como no se debe llamar violador a quien hace lo que está prohibido, sino a quien consiente en aquello que sabe prohibido, así tampoco la prohibición debe interpretarse como referida a la acción, sino al consentimiento“, etc. [10]

Como contrapartida a estas caracterizaciones es posible señalar una distinción en base al mismo ejemplo que nos da Abelardo sobre la intención de Dios, cuando ordenó primero a Abraham que inmolara a su hijo, impidiendo luego que la acción llegue a concretarse. Aquí cabría diferenciar entre la orden que se mueve en un plano de interioridad, en donde la intención, en su lado bueno, justifica a Dios el haber ordenado un sacrificio, y el hecho de que tal asesinato se concretara en la realidad. Si las acciones en nada intervienen, Dios podría haber dejado que el acto de sacrificar a su hijo siguiera a la buena intención que tuvo Abraham de querer cumplir con el mandato divino.

En la Epístola a los Romanos, San Pablo sostiene que el hombre „vendido al pecado“ es capaz todavía de „simpatizar“ con en bien y hasta „desearlo“. [11] Si esto es así, puede pensarse por consiguiente que nunca es posible pecar con la fuerza íntegra de nuestra voluntad, nunca sin cierta reserva, nunca de todo corazón, porque no hemos descendido hasta la corrupción total de nuestra naturaleza. ¿Cómo es posible entonces pensar en un consenso subjetivo acabado, realmente impermeable a cualquier freno que la conciencia pudiera oponer a último momento? Esto torna plausible la sospecha de que en la perspectiva abelardiana no se termina de encontrar un pecado definitivamente „concretado“ ni siquiera en la instancia del consenso, porque incluso el consenso mismo no llega a ser absolutamente „querido“. Desde la profunda intimidad surge siempre un reparo, un intenso disconformismo de nuestra naturaleza espiritual, un disconformismo que nace de la tendencia natural del hombre que lo impulsa hacia el cumplimiento del orden impuesto por Dios en su creación. Y aquí tenemos otra vez la importancia del concepto de orden.

Una observación más en este sentido nos lleva a considerar que cuando Abelardo entiende al pecado como „desprecio de Dios“, está proponiendo un planteo según la medida humana, y corre el peligro de caer en un antropomorfismo. No sabemos en realidad si es posible que el hombre, ya sea en su querer o en su actuar, pueda infligir algo a Dios. Santo Tomás lo niega: „...per actum hominis Deo secundum se nihil potest accrescere vel deperire: sed tamen homo, quantum in se est, aliquid subtrahit Deo, vel ei exhibet, cum servat vel non servat ordinem quem Deus instituit. [12]

Si bien en el momento mismo del consenso hay un alejamiento de la normativa divina y puede hablarse de un desprecio de Dios, en última instancia ese desprecio se mediría no tanto en lo que concierne a Dios es su misterio divino, sino en lo relativo al acontecimiento producido en el interior del hombre, esto es: la ruptura de su relación con la divinidad. Pero independientemente del daño que el pecador se produce a sí mismo, el efecto de su actitud provoca un desorden, como hemos visto, y el conjunto de las malas intenciones de toda la humanidad no alterarían el ordo ad finem establecido sino cuando se concretaran en sus respectivas acciones „desordenadas“. El rol de la acción, mala o buena, es por tanto de suma importancia para mantener el orden de toda existencia inscripta en el plan de la creación, o bien para desquiciar dicho orden. [13] Una prueba de ello es que en la mayoría de las perspectivas éticas, gran parte de la moralidad es independiente de la existencia y de la voluntad de Dios; las prohibiciones divinas no hacen que acciones como el asesinato, la tortura o la mentira sean  incorrectas. Sólo un voluntarismo teológico supondría que nada sería moralmente incorrecto si Dios no existiera. [14] El asesinato sería, en el aspecto religioso, un doble error: contra la víctima y contra Dios, pero aún seguiría siendo un error en caso de que Dios no existiera y de que tal hecho no fuera considerdo como pecado. Acciones de este tipo son tales que su incorrección moral es independiente de su pecaminosidad.

La elección del hombre

Si pensamos el concepto de orden como una relación entre cosas concretas, vemos que para alterar su armonía es indispensable que el obstáculo emergente provenga de una acción concreta. [15] No basta la mala intención y el consentimiento respectivo para torcer un orden establecido de cosas: hay que torcerlo de hecho. Puede darse el caso de que alguien tenga mala intención para con su semejante, pero que luego recapacite, se arrepienta y no actúe; aquí el orden con el otro no es alterado. En cambio, si la intención es buena y luego la voluntad se inclina a consentir una acción mala, que se lleva finalmente a cabo, entonces la relación con el otro se trastoca, y es allí cuando el pecado adquiere realmente la dimensión de desorden. Por eso dice Agustín: „Ut igitur breviter aeternae legis notionem, quae impressa nobis est, quantum valeo verbis explicem, et est qua iustum est ut omnia sint ordinatissima“. [16]

Sobre la base de lo dicho al comienzo acerca del pecado original considerado como amor del hombre hacia sí mismo, es relevante destacar las conexiones que el pecado tiene no sólo con la gracia, sino además con la necesidad, después de la caída, de una restitución de la unidad perdida. Esta ruptura fue provocada por el hombre; la reconciliación debe partir de Dios. La elección del hombre consistiría entonces o bien en una entrega a Dios (Lib. arb., III, 5, 13) dejando que su alma sea guiada por las verdades que ella misma contempla en aquellas razones a las que está unida, o bien entrega a sí mismo, intento de autorrealización no en estrecho vínculo con la divinidad, sino en un amor propio independiente, es decir, autorrealización en la negación de su ser creatural.

Ahora bien, para realizarse es necesario actuar, ya sea entregado a Dios o a sí mismo. Del mismo modo, para pecar en el sentido pleno del término es imprescindible, además de querer hacer el mal, una realización efectiva del mismo en el plano espacio-temporal, realización que como tal nos hace o bien evolucionar en la restauración de la unidad quebrada, o bien involucionar en un alejamiento paulatino del Principio divino, fuente trascendente de todo bien creado. En palabras de Agustín, diríamos que detrás de los usos de la tierra puede esconderse el amor a ellos mismos –absolutamente, en tanto bienes temporales-, o el amor a Dios, y en consecuencia amar los bienes terrenales sólo relativamente, entenderlos como medios y no como fines en sí  mismos.

Todo hombre sabe en lo profundo de su conciencia a cuál de las dos ciudades pertenece, según se encuentre el objeto de su amor en lo inmanente o en lo trascendente. [17] Si consideramos al hombre como creatura divina, es decir, como un viviente que comparte con las otras creaturas una naturaleza ordenada por y hacia Dios, informada por la divinidad, entonces entendemos al pecado como un acto contrario a esa naturaleza, y por ello contrario también a la naturaleza de quien lo ejecuta. Agustín, en lo que conservó del naturalismo griego, no cesa de repetir el mismo esquema: „omne vitium eo ipso quod vitium est, contra naturam est. [18]

Este desviarse del recto orden implica que el hombre se encuentra en una libertad aparente. La auténtica libertad, en lo que ella tiene de liberación, se daría para San Agustín en la gracia. Recordemos que la norma objetiva que guía el comportamiento moral en Abelardo es la Ley dada por Dios. Con la gracia, esa Ley queda ahora relegada a segundo plano, porque la gracia es la idea que se coloca en lugar de la Ley con la llegada del Hijo. Es cierto, por un lado, que la libertad sólo es positiva cuando se da individualmente; pero, por otro lado, la libertad no puede ser sólo una particularidad de una simple subjetividad, como cuando Abelardo afirma que el desprecio de Dios (el pecado) se produce „cuando queremos hacer lo que creemos que le desagrada“, porque si así fuera, su sentido desaparecería con la muerte del hombre. Que el hombre es libre en Dios significa precisamente que la libertad no puede perecer con la muerte, sino que tiene cierta continuidad, que es inmortal. El pecado –y sobre todo el pecado original- es, según Agustín, el intento de realizar la libertad individual, subjetiva. En esto consiste la pérdida de la gracia. Y por el pecado original también se hizo real la diferencia de la libertad meramente individual y de aquella vivida en comunión con Dios.

Conclusiones

La posición de Abelardo se acerca más al primer sentido de libertad, mientras que la de Agustín tiende siempre al sentido que la misma adquiere a partir de que el hombre no sólo pretende mantenerse subjetivamente en la honestidad, sino además colaborar en sus actos con el plan de Dios para la salvación, plan que no se agota en la instancia moral. Para Abelardo, el individuo que tiene mala intención y que consiente la mala inclinación de su voluntad, es el hombre malvado, o que lleva el mal en su disposición interior. En este sentido parecería que la ética abelardiana apunta a presentarnos la caracterización del pecador y no tanto la del pecado, ya que si el hombre no comete los actos correspondientes a su disposición interior mala, esa disposición no alcanza realidad material, es decir, no se concreta. Mientras la posición de Abelardo es subjetivista, porque entiende que el pecado está ya presente en el proyecto no rechazado o intención de pecar, la posición de Agustín, en cambio, sería más realista: el pecado es tal sólo cuando la disposición ha llegado a su realización objetiva.

La subjetividad humana es de gran relevancia porque tiene la característica de llegar a ser verdaderamente ella misma sólo cuando se encuentra en relación con otra subjetividad. De ahí que sólo encontramos nuestro propio ser (identidad) en la medida en que nos relacionamos con otros, en una trama de intersubjetividades. La culpa, entendida como la reflexión subjetiva que nos señala la dirección del orden establecido cuando éste no ha sido respetado, surge precisamente a partir de mi convivencia con los otros hombres y de las determinaciones vitales que en forma de actitudes tengo para con ellos. [19] Pero como esta relación de intersubjetividad no puede proporcionarnos, en última instancia, el criterio de fundamentación de nuestro propio ser, irrumpe entonces el pensamiento de Dios. No podemos ser nosotros mismo sin los demás, pero tampoco podemos ser lo que somos totalmente a partir de ellos. Nuestra unidad con los demás hombres y la diferencia que sin embargo permanece, debe enraizarse en otra instancia que en ellos mismos. En este sentido, Dios es la realidad misteriosa que mediando entre los hombres representa la posibilidad de nuestra libertad personal a la vez que el fundamento último de nuestra relación con los demás y fundamento de nuestra propia identidad frente a la identidad de los otros.

Por eso el concepto de pecado tiene que ver con la dificultad propia del ser humano de encontrarse en relación con Dios a la vez que con sus semejantes. Entendido de esta manera, el pecado no es algo accidental, algo que sólo guarde relación con el entrecruzamiento de diversas acciones, motivos o características de los hombres, sino que atañe al centro originario de su propio ser personal: ser frente a Dios en la intersubjetividad. Y es esencial a la estructura de esta intersubjetividad el tener consecuencias concretas en la relación efectiva del hombre consigo mismo, con los demás, con el mundo. El pecado, sea en cuanto incipiente negación del mandato divino en la intención, sea en la realización concreta del mal, esencialmente consiste en el intento contradictorio e infructuoso de autofundarse a partir de sí mismo, en la libertad que se consuma en oposición a su origen divino y queda así enredada aciagamente en sí misma.

La injerencia de este tema en la problematica del ser del hombre ha merecido que se convierta en temática de otras disciplinas además de la teológica, por ejemplo tratado como „alienación“ o como „desesperación“. Y es sintomático que desde la perspectiva de la intención o la de la concresión, de la subjetividad o de la realidad objetiva del pecado, en esta diferencia de criterios pueda advertirse ya un un esbozo de las grandes polémicas entre el realismo metafísico y el subjetivismo o idealismo anti-metafísico que caracteriza a la filosofía Moderna y alcanza incluso el ámbito de las ciencias en la reflexión contemporánea.



[1] S. Agustín, Civ. Dei., XIII, 21.

[2]   ibid., XIV, 13.

[3]   Pedro Abelardo, Ethica, III, in princ.

[4] Cfr. Agustín, Lib. arb., I, 3.

[5] Civ. Dei, XIV, 2-3.

[6] Cfr. Trin., IV, 18.

[7] Cfr. Lib. arb., II, 12, 33.

[8] Cfr. Lib. arb., I, 1, 2.

[9] Ethica, III.

[10] ibid.

[11] Rom., 7, 15-21.

[12] Sum. Theol., I-II, 21, 4 ad 1.

[13] En Lib. arb., I, 16, 34, Agustín dice „ ...nulla re de arce dominandi retoque ordinem mentem deponi, nisi voluntate“. Entiendo en este pasaje que la voluntad es el móvil de la acción, pero que el real „apartarse del camino“ se produce en el hecho. Podría decirse que con la sola voluntad de apartarme no me he apartado todavía, sino hasta que es voluntad no sea realizada. Cfr. asimismo J. Pieper, El concepto de pecado, Herder, Barcelona (1986), cap. IV.

[14] Cfr. Adam, M.M., „Sin as uncleanness“, en: J.E. Toberin (ed.) Philosophical Perspectives 5: Philosophy of Religion, Atascadero, CA: Ridgeview Publishing (1991).

[15] Sum. Theol., I, 116, 2 ad 3: „Ordo non est substantia, sed relatio“.

[16] Lib. arb., I, 6, 15.

[17] Cfr. Civ. Dei., XIII, passim.

[18] Lib. arb., III, 13, 38. Cfr. E. Gilson, El espíritu de la filosofía medieval, Rialp, Madrid (1981), p. 299.

[19] Cfr. artículo „Sünde“ en el Taschenlexikon Religion und Theologie, Digitale Bibliothek, Vanderhoeck & Ruprecht, Berlin (2002).