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Apologética Cristiana

(Del libro Lo eterno sin disimulo, Rialp, Madrid,1999, pp. 19-39., publicamos esta conferencia de 1945 - pp. 19-39- por especial gentileza de Ediciones Rialp)

C.S. Lewis

 

Algunos de ustedes son sacerdotes, y otros son líderes de organizaciones juveniles1. Tengo poco derecho a dirigirme a unos y a otros. Son los sacerdotes los que han de enseñarme a mí, no yo a ellos. Y, por otro lado, nunca he contribuido a organizar a la juventud, y en los años en que yo mismo fui joven, conseguí que no me organizaran. Si me dirijo a ustedes, es para responder a una petición tan apremiante que he llegado a considerar un asunto de obediencia atenderla.

Voy a hablarles de apologética. Apologética significa, claro está, defensa. La primera cuestión es ésta: ¿Qué quieren defender? El cristianismo, por supuesto; el cristianismo tal como lo entiende la Iglesia de Gales. Aquí, en el mismo comienzo, tengo que abordar un asunto desagradable. Los laicos piensan que en la Iglesia de Inglaterra oímos a menudo de nuestros sacerdotes una doctrina que no es la del cristianismo anglicano. Tal vez se aparte de él de una de estas dos formas:

1) Es posible que sea tan «tolerante» o «liberal» o «moderna» que excluya de hecho cualquier realidad sobrenatural y, en consecuencia, deje de ser cristianismo.

2) Es posible, por otro lado, que sea católica.

Por supuesto, no me corresponde a mí definirles a ustedes qué es el cristianismo anglicano. Yo soy su discípulo, no su maestro. Pero insisto en que, dondequiera que sitúen los límites, debe haber unas líneas limítrofes, más allá de las cuales la doctrina deja de ser anglicana o deja de ser cristiana. Yo propongo además que los límites comiencen mucho antes de lo que bastantes sacerdotes modernos piensan. Considero que es su deber fijar claramente los límites en sus mentes, y si desean ir más allá, deberán cambiar de profesión.

Es su deber no sólo como cristianos o como sacerdotes, sino como hombres honrados. Porque existe el riesgo de que el clero desarrolle una especial conciencia profesional, que oscurezca el auténtico y sencillo problema moral. Los hombres que han traspasado los límites, en cualquiera de las dos direcciones antes indicadas, son propensos a declarar que han llegado de forma sincera y honrada a sus opiniones heterodoxas. Para defenderlas están dispuestos a sufrir difamación y a perder oportunidades de ascenso profesional; así llegan a sentirse como mártires. Pero esto es no querer ver lo esencial, que tan seriamente escandaliza al laico. Nunca hemos dudado de que las opiniones heterodoxas se mantengan honradamente. De lo que nos quejamos es de que quienes las defienden continúen ejerciendo su ministerio después de haberlas asumido.

Siempre hemos sabido que un hombre que se gana la vida como representante remunerado del Partido Conservador puede honradamente cambiar de opinión y hacerse sinceramente comunista. Lo que negamos es que pueda seguir siendo honradamente representante conservador, y recibir dinero de un partido mientras se apoya la política de otro.

Incluso después de haber excluido la doctrina que está en completa contradicción con nuestra profesión, es necesario todavía definir nuestra tarea de forma más precisa. Vamos a defender el cristianismo como tal, la fe predicada por los Apóstoles, atestiguada por los mártires, incorporada al Credo, expuesta por los Padres, que debe distinguirse con claridad de lo que cualquiera de nosotros pueda pensar sobre Dios y el hombre. Cada uno de nosotros pone un énfasis especial en algo, cada uno añade a la fe muchas opiniones que le parecen coherentes con ella y verdaderas e importantes; y quizá lo sean. Pero nuestra tarea como apologistas no es exponerlas. Defendemos el cristianismo, no «mi religión». Cuando mencionemos nuestras opiniones personales, debemos dejar bien clara la diferencia entre estas y la fe como tal. San Pablo nos ha dado la pauta en 1 Corintios 7, 25, donde dice que sobre una cuestión determinada «no tengo precepto del Señor», y que da «su juicio». A nadie le quedan dudas acerca de la sobreentendida diferencia de rango.

Esta distinción, que es exigida por la honradez, da además al apologista una gran ventaja táctica. La mayor dificultad está en lograr que las personas a las que nos dirigimos comprendan que predicamos el cristianismo única y exclusivamente porque creemos que es verdadero; pues siempre suponen que lo hacemos porque nos gusta, porque pensamos que es bueno para la sociedad o por algo parecido. Una distinción clara entre lo que la fe verdaderamente dice y lo que a uno le gustaría que dijera –o lo que uno entiende o considera útil o cree probable –, obliga a los oyentes a reconocer que estamos vinculados a los datos como el científico a los resultados del experimento, y a admitir que no estamos diciendo simplemente lo que nos gusta. Esto les ayuda inmediatamente a entender que lo que se expone es un hecho objetivo, no un parloteo sobre ideales y puntos de vista.

En segundo lugar, el cuidado escrupuloso en conservar el mensaje cristiano como algo distinto de las propias ideas tiene un efecto muy bueno sobre el propio apologista. Le obliga constantemente a afrontar aquellos elementos del cristianismo original que le parecen oscuros o repulsivos; y así se ve libre de la tentación de omitir, ocultar o ignorar lo que encuentra desagradable. El hombre que ceda a esa tentación no progresará jamás en el conocimiento cristiano, pues, obviamente, las doctrinas que encontramos fáciles son aquellas que dan sanción cristiana a verdades ya conocidas. La nueva verdad que no se conoce y que se necesita, debe estar oculta - de acuerdo con la auténtica naturaleza de las cosas - precisamente en las doctrinas que menos gustan y que menos se entienden.

Esto es así tanto aquí como en la ciencia. El fenómeno que resulta dificultoso, que no concuerda con las teorías científicas de actualidad, es el que obliga a una nueva consideración y, de ese modo, conduce a un conocimiento nuevo. La ciencia progresa porque los científicos, lejos de rehuir los fenómenos molestos o de echar tierra sobre ellos, los sacan a la luz y los investigan. De igual modo, en el conocimiento cristiano sólo habrá progreso si aceptamos el desafío de la dificultad o de las doctrinas que nos repelen. Un cristianismo «liberal», que se considera a sí mismo libre para modificar la fe siempre que le parezca confusa o repelente, se quedará totalmente estancado. El progreso tiene lugar sólo en aquella materia que ofrece resistencia.

De todo lo anterior deriva una consecuencia acerca de la interpretación privada por parte del apologista. Hay dos preguntas que habrá de plantearse:

1) ¿He conseguido «no ceder», aun manteniéndome al corriente de los recientes movimientos en Teología?

2) ¿Me he mantenido firme (supera monstratas vias)2 en medio de los «vientos de doctrina»3?

Quiero decir enérgicamente que la segunda pregunta es, con diferencia, la más importante. La educación y la atmósfera del mundo en que vivimos aseguran que nuestra principal tentación será la de ceder a los vientos de doctrina, no la de ignorarlos. No es probable en absoluto que vayamos a aferrarnos a la tradición. Lo más probable es que seamos esclavos de la moda. Si hay que elegir entre leer los libros nuevos o los viejos, hemos de elegir los viejos, y no porque necesariamente sean mejores, sino porque contienen las verdades que nuestro tiempo descuida. El modelo de cristianismo permanente debe mantenerse claro en nuestra mente, y a la luz de él hemos de eminar el pensamiento contemporáneo. Tenemos que evitar a todo trance movernos con los tiempos. Servimos a Aquél que dijo: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán»4.

Hasta ahora he hablado de la interpretación teológica. La interpretación científica es otro asunto. Si conocen alguna ciencia, sería muy deseable que siguieran profundizando en ella. Tenemos que responder a la actual actitud científica hacia el cristianismo, no a la que adoptaron los científicos hace cien años. La ciencia está en continuo cambio, y debemos mantenernos al día. Pero, por la misma razón, también hemos de ser muy cautelosos al abrazar una teoría científica que, de momento, parece estar a nuestro favor. Podemos mencionarla, pero siempre moderadamente y sin afirmar que sea algo más que «interesante», y deberíamos evitar frases que comiencen por «la ciencia ha demostrado». Si intentamos basar nuestra apologética en ciertos desarrollos nuevos de la ciencia, descubriremos con frecuencia que, justamente al dar el retoque final a nuestro argumento, la ciencia ha cambiado sus planteamientos y abandonado completamente la teoría que usábamos como piedra angular. Timeo Danaos et dona ferentes5 es un principio prudente. Permítanme que haga una digresión por un momento, ahora que estamos con el tema de la ciencia. Creo que si un cristiano está capacitado para escribir un buen libro, accesible a la mayoría, sobre una ciencia cualquiera, puede hacer un mayor bien de ese modo que mediante una obra directamente apologética. Porque otra dificultad con la que tenemos que enfrentarnos es ésta: normalmente, podemos lograr que las personas presten atención al punto de vista cristiano durante una media hora más o menos; pero cuando se marchan de la conferencia, o guardan nuestro artículo, se sumergen de nuevo en un mundo en el que prevalece el punto de vista contrario. Los periódicos, películas, novelas y libros de texto socavan nuestra obra. Mientras persista esta situación, es sencillamente imposible lograr un éxito extendido. Debemos atacar la línea de comunicación enemiga; por eso no son más libros sobre el cristianismo lo que necesitamos, sino más libros sobre otros temas escritos por cristianos, en los que el cristianismo de su autor se encuentre latente.

Se puede comprender mejor la cuestión si se mira a la inversa. No es probable que un libro sobre hinduismo socave nuestra fe. Pero si cada vez que leemos un libro divulgativo de Geología, Botánica, Política o Astronomía, descubrimos que susimplicaciones son hindúes, sí podríamos sentirnos sacudidos. No son los libros escritos en defensa del materialismo los que hacen materialista al hombre moderno, sino los supuestos materialistas contenidos en los demás libros. De igual modo, tampoco serán los libros sobre el cristianismo los que realmente inquieten al hombre moderno; en cambio, se inquietaría si, siempre que necesitara una introducción popular y barata a una ciencia cualquiera, la mejor del mercado fuera la escrita por un cristiano.

El primer paso para la reconversión religiosa de este país es una colección, dirigida por cristianos, que pueda superar en su propio terreno a colecciones como Penguins o Thinker’s Library. Su cristianismo tendría que estar latente, no explícito, y su ciencia, por supuesto, ser absolutamente genuina. Una ciencia retorcida en interés de la apologética sería un pecado y una locura. Pero ahora tengo que volver al asunto que me ocupa directamente. Nuestra tarea consiste en exponer lo eterno (lo mismo ayer, hoy y mañana)6, en el lenguaje de nuestra época. El mal predicador hace exactamente lo contrario: toma las ideas de nuestra época y las atavía con el lenguaje tradicional del cristianismo. Puede, por ejemplo, pensar en el Informe Beveridge7 y hablar sobre la llegada del Reino. El núcleo de su pensamiento es simplemente contemporáneo; sólo la superficie es tradicional. En cambio, la doctrina que ustedes prediquen tiene que ser intemporal en el fondo, y llevar ropa moderna.

Esto plantea el problema de la relación entre teología y política. Lo más que puedo hacer para conciliar el problema fronterizo entre ambas es lo siguiente: proponer que la teología nos enseñe qué fines son deseables y qué medios son legítimos, y que la política nos instruya sobre qué medios son efectivos. La teología nos dice que todos los hombres deben tener un salario justo. La política nos dice con qué medios es más probable lograrlo. La teología nos dice cuáles de esos medios son coherentes con la justicia y la caridad.

El asesoramiento sobre un problema político no procede de la Revelación, sino de la prudencia natural, del conocimiento de la complejidad de los hechos y de una experiencia madura. Si tenemos estos requisitos, podemos, como es lógico, exponer nuestras opiniones políticas. Pero después hemos de dejar completamente claro que estamos dando juicios personales, y que no tenemos precepto del Señor. Estos requisitos no los tienen en cuenta muchos sacerdotes, y la mayoría de los sermones con contenido político no enseñan a los fieles nada distinto de lo que se puede leer en los periódicos recibidos en la casa del párroco.

El mayor riesgo de este momento es determinar si la Iglesia debería seguir practicando una técnica meramente misionera en una situación que se ha convertido en misionera. Hace un siglo nuestra tarea era formar en la virtud a quienes habían sido educados en la fe. En este momento nuestra tarea consiste principalmente en convertir e instruir a los que no creen. Gran Bretaña es tan tierra de misión como China. Si ustedes fueran enviados con los bantús, deberían aprender su lengua y sus tradiciones. Pues también necesitan una enseñanza parecida sobre la lengua y hábitos intelectuales de sus compatriotas incultos y no creyentes. Muchos sacerdotes ignoran por completo esta cuestión.

Lo que yo sé sobre el particular lo he aprendido hablando en los campamentos de la RAF, habitados mayoritariamente por ingleses y, en consecuencia, parte de lo que voy a decir tal yez sea irrelevante para la situación de Gales. Ustedes deberán cribar lo que no sea pertinente.

1. Observo que el inglés inculto es casi completamente escéptico respecto la historia. Yo había supuesto que no creía en el Evangelio porque incluye milagros. Pero realmente no cree en él porque trata de cosas que ocurrieron hace 2.000 años. Tampoco creería en la batalla de Acuita si oyera hablar de ella. A quienes hemos recibido una educación como la nuestra, nos resulta muy difícil entender su modo de pensar. Para nosotros el presente aparece como parte de un vasto proceso continuo. En su modo de pensar, el presente ocupa casi por completo el campo de visión. Más allá del presente, aislado de él y como algo completamente irrelevante, hay algo llamado «los tiempos antiguos», una jungla insignificante y divertida por la que deambulan caminantes, la reina Isabel, caballeros con armadura, etc. Más allá de los tiempos antiguos (y esto es lo más extraño de todo) viene un cuadro del «hombre primitivo», cuadro que es «ciencia», no «historia» y, por consiguiente, se percibe como mucho más real que los tiempos antiguos. Con otras palabras: se cree mucho más en lo prehistórico que en lo histórico.

2. También desconfía de los textos antiguos, lo cual es lógico si se tienen en cuenta sus conocimientos. En cierta ocasión me dijo un hombre lo siguiente: «Estos documentos se escribieron antes de la imprenta, ¿no es cierto?, y usted no tiene el trozo original de papel, ¿verdad? Eso significa que alguien escribió algo, otra persona lo copió y otra copió la copia, y así sucesivamente. Bueno, con el tiempo llega a nosotros, y no se parecerá lo más mínimo al original».

Esta es una objeción difícil de atacar, pues no se puede empezar en ese mismo instante a enseñar la ciencia entera de la crítica textual. Sin embargo, en este punto viene en mi ayuda su verdadera religión, o sea, la fe en la «ciencia». La confianza en que hay una «ciencia» llamada «Crítica de Textos» y en que sus resultados (no sólo en lo que respecta al Nuevo Testamento, sino a los textos antiguos en general) son generalmente aceptados, será normalmente recibida sin objeción. (Bueno, hace falta advertir que no se debe emplear la palabra «texto», ya que para ese público significa solamente «cita bíblica».)

3. El sentido del pecado falta casi completamente. En este aspecto, nuestra situación es muy diferente de la de los Apóstoles. Los paganos (y especialmente los metuentes)8 a los que predicaban se sentían perseguidos por un sentido de culpa, y, por tanto, el Evangelio era para ellos «la buena nueva». Nosotros nos dirigimos a personas a las que se les ha enseñado a creer que todo lo que va mal en el mundo es por culpa de otros: los capitalistas, el gobierno, los nazis, los generales. Incluso al mismo Dios se dirigen también como jueces. Quieren saber, no si pueden ser absueltos de sus pecados, sino si Él puede ser absuelto de haber creado un mundo así.

Para enfrentarse con esta funesta insensibilidad es inútil orientar la atención a los pecados – que las personas a las que ustedes se dirigen no cometen –, o a las cosas que hacen y que no consideran pecado. Por lo general no se consideran bebedores. Por lo general son fornicadores, pero no creen que la fornicación esté mal. Es inútil, pues, hacer hincapié en cualquiera de esos temas. (Ahora que los anticonceptivos han eliminado el elemento no caritativo de la fornicación, no creo que se pueda esperar que la gente reconozca que es un pecado, a menos que acepten íntegramente el cristianismo).

No puedo ofrecerles una técnica infalible para despertar el sentido del pecado. Sólo puedo decir que, según mi experiencia, si uno mismo comienza por el pecado que ha sido su propio y principal problema durante la semana anterior, uno se sorprende muy a menudo del modo en que este dardo da en el blanco. Pero sea cual sea el método que usemos, nuestro continuo esfuerzo debe consistir en hacer que aparten su mente de los asuntos y «crímenes» públicos y que vayan al grano, a la amplia red de rencor, avaricia, envidia, injusticia y presunción en que están atrapadas tanto las vidas de «la gente normal respetable» como las suyas (y las nuestras).

4. Tenemos que aprender y dominar el lenguaje de nuestra audiencia. Y permítanme decirles desde el comienzo que no sirve en absoluto establecer a priori qué es lo que entiende o no entiende el «hombre sencillo». Tienen que averiguarlo por experiencia. La mayoría de nosotros habría supuesto que cambiar la frase «el ministro de justicia puede verdadera e indiferentemente» por esta otra «puede verdadera e imparcialmente», haría más fácil el pasaje para las personas incultas. Pero un sacerdote, amigo mío, descubrió que su sacristán no veía ninguna dificultad en indiferentemente («significa no establecer diferencias entre un hombre y otro», dijo), pero no tenía la menor idea de lo que significaba imparcialmente.

Lo mejor que puedo hacer para solventar el problema del lenguaje es ofrecer una lista de palabras que la gente usa en un sentido diferente al nuestro.

Expiación: no existe realmente en el inglés hablado moderno, aunque se reconocería como una «palabra religiosa». En el supuesto de que transmita algún significado a una persona inculta, yo creo que significa compensación. Ninguna palabra les manifestará lo que los cristianos quieren decir con expiación, de ahí que ustedes deban parafrasear.

Ser (nombre): en el habla popular no significa nunca simplemente entidad. A menudo significa lo que nosotros llamaríamos «un ser personal» (por ejemplo, un hombre me dijo lo siguiente: «creo en el Espíritu Santo, pero no creo que sea un ser»).

Católico: significa seguidor del Papa.

Caridad: significa a) limosna, b) «organización benéfica», c) aunque mucho más raramente, indulgencia (por ejemplo, por actitud «caritativa» hacia un hombre se entiende la actitud que niega o tolera sus pecados, no la que ama al pecador a pesar de sus faltas).

Cristiano: ha llegado a no incluir casi ninguna idea relacionada con creencia. Habitualmente es un termino vago de aprobación. La pregunta «¿A qué llama usted cristiano?» se me ha hecho repetidas veces. La respuesta que desean escuchar es la siguiente: «un cristiano es un buen tipo, desinteresado, etc.».

Iglesia: significa a) edificio sagrado, b) el clero. No les sugiere la idea de «asamblea de todos los creyentes»10. Por lo general se usa en sentido negativo. La defensa directa de la Iglesia es parte de nuestro deber. Sin embargo, el empleo de la palabra Iglesia, cuando no hay tiempo para defenderla, nos quita simpatías, y se debería evitar si fuera posible.

Creador: ahora significa «talentoso», «original». La idea de creación en sentido teológico está ausente de sus mentes.

Criatura: significa «bestia», «animal irracional». Expresiones como «somos solamente criaturas», serían mal entendidas casi con total seguridad.

Crucifixión, cruz, etc.: siglos de himnos y cantos religiosos han debilitado estas palabras hasta el extremo de que ahora transmiten vagamente, si lo transmiten, la idea de ejecución mediante tortura. Es mejor parafrasear. Por la misma razón, es mejor emplear la expresión flagelado para explicar la palabra azotado11  del Nuevo Testamento.

Dogma: la gente suele usarla sólo en sentido negativo con el significado de «afirmación no probada y pronunciada de manera arrogante».

Inmaculada Concepción: en boca de hablantes incultos significa siempre Parto Virginal.

Moralidad: significa castidad.

Personal: llevaba al menos diez minutos disputando con un hombre sobre la existencia de un «diablo personal» sin darme cuenta de que, para él, personal significaba corpóreo. Sospecho que esto está muy extendido. Cuando dicen que no creen en un Dios «personal», a menudo pueden querer decir solamente que no comparten el antropomorfismo.

Potencial: en caso de que alguna vez se emplee, se usa en el sentido de la ingeniería. Nunca significa «posible».

Primitivo: significa tosco, torpe, incompleto, incompetente.

Sacrificio: la acepción que conocen no tiene ninguna relación con el templo y el altar. Están familiarizados solamente con el sentido periodístico de esta palabra («La nación tiene que estar preparada para duros sacrificios»).

Espiritual: significa primariamente inmaterial, incorpóreo, pero con graves confusiones acerca del uso cristiano de pneuma12. De ahí procede la idea de que todo lo que es «espiritual», en el sentido de «no sensorial», es mejor de algún modo que cualquier cosa sensorial. Por ejemplo, no creen realmente que la envidia pueda ser tan mala como la embriaguez.

Vulgaridad: por lo general significa obscenidad o «grosería». Se dan, y no sólo en personas incultas, lamentables confusiones entre:

a) Lo obsceno o lascivo: lo calculado para provocar lujuria.

b) Lo indecoroso: lo que ofende al buen gusto o al decoro.

c) Lo vulgarmente decoroso: lo que es socialmente «bajo».

La «buena» gente propende a pensar que (b) es tan pecaminoso como (a), de donde resulta que a otros les parece que (a) es tan inocente como (b).

Como conclusión debo decir que tienen ustedes que traducir cada trozo de su Teología a la lengua vulgar. Esto es muy difícil, e implica que pueden decir muy poco en media hora, pero es esencial. Sirve asimismo de gran ayuda para su propio pensamiento. He llegado a la convicción de que, si ustedes no pueden traducir sus ideas al lenguaje inculto, es que son confusas. La capacidad de traducirlas es la prueba de que han entendido realmente el significado que uno mismo les da. Traducir un pasaje de alguna obra teológica al lenguaje vulgar debería ser un ejercicio obligatorio en el examen para ordenarse.

Retomo ahora la cuestión del verdadero ataque. Este puede ser o emocional o intelectual. Si hablo sólo del intelectual, no se debe a que desprecie el otro, sino a que, al no poseer las aptitudes necesarias para llevarlo a cabo, no puedo dar consejos sobre él. Pero deseo decir de la manera más enérgica posible que si un orador tiene esas aptitudes, el llamamiento evangélico directo, del tipo «ven a Jesús», puede ser hoy tan irresistible como hace cientos de años. Yo he visto hacerlo precedido por una película religiosa y acompañado por cantos de himnos, y con un efecto muy notable. Yo no soy capaz, pero aquellos que puedan deben intentarlo con todas sus fuerzas.

No estoy seguro de que el grupo misionero ideal no deba consistir en alguien que argumente y alguien que predique (en el pleno sentido de la palabra). En primer lugar, traten de que quienes debaten con ustedes se desprendan de sus prejuicios intelectuales; luego dejen que el predicador del Evangelio inicie su llamamiento. En todo esto yo me ocupo solamente de la argumentación intelectual. Non omnia possumus omnes13.

Y, ante todo, unas palabras de aliento. La gente inculta no es gente irracional. He comprobado que aguantan, y que pueden seguir un buen número de argumentos ininterrumpidos, si se los exponen lentamente; y a menudo, la novedad de una argumentación (raras veces se han enfrentado antes a algo semejante) los deleita.

No intenten suavizar el cristianismo. No lo difundan omitiendo lo sobrenatural. Que yo sepa, el cristianismo es precisamente la única religión de la que los milagros no se pueden excluir. Deben argumentar en favor de lo sobrenatural desde el principio.

Las dos «dificultades» más comunes con las que probablemente tendrán que enfrentarse son las siguientes:

1. «Ahora que conocemos cuán inmenso es el universo y que pequeña la tierra es ridículo creer que el Dios universal pueda tener un especial interés por nuestros asuntos».

En primer lugar, para responder a esto, deben ustedes corregir los errores acerca de los hechos. La insignificancia de la tierra en relación con el universo no es un descubrimiento moderno. Hace casi 2.000 años, Ptolomeo (Almagest, bk. I, ch. v) ya dijo que, en relación con la distancia de las estrellas fijas, la tierra debe ser considerada como un punto matemático sin magnitud.

En segundo lugar, deben indicar que el cristianismo explica lo que Dios ha hecho por el hombre, pero que no dice (porque no lo sabe) lo que ha hecho o dejado de hacer en otras partes del universo. En tercer lugar, deben recordar la parábola de la oveja descarriada14. Si Dios cuida especialmente de la tierra (algo que nosotros no creemos), eso no puede implicar que sea lo más importante del universo, sino tan sólo que se ha extraviado. Finalmente, recusen la tendencia a identificar tamaño e importancia. ¿Es un elefante más importante que un hombre, o la pierna del hombre más que su cerebro?

2. «La gente creía en los milagros en los tiempos antiguos porque no sabía que fueran contrarios a las leyes de la naturaleza». Pues sí lo sabía. Si San José no sabía que un parto virginal es contrario a la naturaleza (es decir, si no hubiera sabido cuál es el origen normal de los bebés), ¿por qué «resolvió repudiarla en secreto» cuando descubrió el embarazo de su esposa? Como es obvio, ningún acontecimiento puede ser considerado como milagro a menos que los que los registren conozcan el orden natural, y vean que ese hecho es una excepción. Si la gente no supiera que el sol sale por el este, no podría sorprenderse jamás si una vez lo viera salir por el oeste; no lo registraría como miraculum (sencillamente no lo registraría). La misma idea de «milagro» presupone el conocimiento de las leyes de la naturaleza. No es posible tener la idea de excepción sin tener la idea de regla.

Es muy difícil presentar argumentos populares sobre la existencia de Dios. Además, buena parte de los argumentos populares a mí no me parecen válidos. Algunos pueden ser presentados en la discusión por miembros favorables de la audiencia; esto plantea el problema del «seguidor molesto». Es cruel (y peligroso) rechazarlo, y no es honesto mostrarse de acuerdo con lo que dice. Por lo general, yo trato de no decir nada sobre la validez de su argumento en sí mismo, y respondo: «Sí. Eso tal vez sea así para usted y para mí. Pero me temo que si adoptamos esa actitud, este amigo nuestro situado aquí, a mi izquierda, podría decir..., etc, etc.».

Afortunadamente, y aunque parezca raro, he observado que, por lo general, esa gente accede a que se trate de la divinidad de nuestro Señor antes de entrar a considerar la existencia de Dios. En mis comienzos, cuando daba dos conferencias, solía dedicar la primera al simple teísmo. Pero enseguida abandoné este método, pues me parecía que despertaba poco interés. El número de ateos convencidos no es aparentemente demasiado grande.

Cuando llegábamos a la Encarnación, con frecuencia descubría que se podía usar alguna forma del aut Deus aut malus homo15 La mayoría de ellos comenzaba con la idea del «gran maestro humano», que fue divinizado por sus supersticiosos seguidores. Hay que señalar qué poco probable es esto entre los judíos, y qué diferente a cualquier cosa que ocurriera con Platón, Confucio, Buda, Mahoma. Las mismas palabras y afirmaciones del Señor (que muchos ignoran completamente) tienen que ser apuradas hasta el fondo. (Todo esto está muy bien recogido en la obra de Cherteston The Everlasting Man.)

Generalmente, también hay que decir algo sobre la historicidad de los Evangelios. Ustedes, que son teólogos preparados, podrán hacerlo de un modo que a mí me resultaba imposible. Mi argumento consistía en decir que yo era un crítico literario profesional, y que creía conocer la diferencia entre leyenda y escritura histórica; que los Evangelios no eran leyendas (en cierto sentido no eran suficientemente buenos), y que, si no son historia, son ficciones realistas en prosa de un tipo que realmente no había existido nunca antes del siglo XVIII. Episodios pequeños, como aquél en que aparece Jesús escribiendo en la tierra cuando fue llevado ante la mujer sorprendida en adulterio16 (gesto que no tiene ninguna significación doctrinal en absoluto), son un claro ejemplo.

Otra de las mayores dificultades es mantener ante la opinión de los oyentes la cuestión de la Verdad. Siempre creen que ustedes recomiendan el cristianismo, no porque sea verdad, sino porque es bueno. En el curso de la discusión tratarán en todo momento de eludir la cuestión de la «verdad o la falsedad», y de convertirla en un problema acerca de la buena sociedad, la moral, los ingresos de los obispos, la Inquisición española, Francia, Polonia, u otra cosa cualquiera.

Deberán ustedes mantenerse firmes en volver, una y otra vez, al verdadero asunto. Sólo así podrán socavar su creencia en que «una cierta cantidad de religión» es deseable, pero que no se debe llevar demasiado lejos. Es preciso no dejar de señaIar que el cristianismo es una afirmación que, si es falsa, no tiene ninguna importancia. Lo único que no puede ser es moderadamente importante. Podrán socavar también su firme creencia en el artículo XVIII17. Habría que señalar, claro está, que aunque la salvación es a través de Jesús, eso no obliga a concluir que Él no pueda salvar a aquellos hombres que no lo han aceptado explícitamente en esta vida.

Asimismo habría que dejar claro (yo al menos lo creo así) que nosotros no declaramos que las otras religiones sean totalmente falsas, sino que decimos, más bien, que todo lo verdadero de las demás religiones es consumado y perfeccionado en Cristo. Sin embargo, por otro lado, creo que debemos combatir, siempre que nos enfrentemos con ella, la idea absurda de que dos proposiciones sobre Dios que se excluyen mutuamente pueden ser ambas verdaderas18.

Personalmente, a veces he dicho a mi audiencia que las dos únicas religiones que verdaderamente merecen considerarse son el cristianismo y el hinduismo. (El Islam es sólo la más grande herejía cristiana, y el budismo, únicamente la mayor herejía hindú. El verdadero paganismo está muerto. Lo mejor del judaísmo y el platonismo pervive en el cristianismo). Una mente madura no precisa considerar toda la infinita variedad de religiones. Podemos, salva reverentia19 dividir las religiones, como las sopas, en «espesas» y «claras». Por «espesas» entiendo aquellas que tienen orgías y éxtasis y misterios y ataduras locales. África está llena de religiones espesas. Por «claras» entiendo aquellas que son filosóficas, éticas y universales. El estoicismo, el budismo, y la Iglesia Ética son religiones claras.

Ahora bien, si hay una religión verdadera, debe ser a la vez espesa y clara, pues el verdadero Dios debe haber hecho al niño y al hombre, al salvaje y al ciudadano, la cabeza y el vientre. Y las únicas dos religiones que cumplen esta condición son el hinduismo y el cristianismo. Pero el hinduismo la cumple imperfectamente. La religión clara del ermitaño brahman en la jungla y la religión espesa del templo vecino siguen caminos paralelos. El ermitaño brahman no presta atención a la prostitución del templo, ni los devotos del templo a la metafísica del ermitaño. El cristianismo derriba el muro de la separación. Toma a un convertido de África central y le dice que obedezca una ética universal ilustrada. Toma a un pedante académico del siglo xx, como yo, y le dice que vaya rápidamente al misterio, a beber la sangre del Señor. El salvaje tiene que estar claro, yo tengo que estar espeso. Así es como sabemos que hemos llegado a la religión verdadera.

Una última observación. He comprobado que nada es más peligroso para la propia fe que la labor de un apologista. Ninguna doctrina sobre la fe me parece tan fantasmal e irreal como la que he defendido con éxito en un debate público. Por un momento, parecía descansar sobre mí mismo y, como consecuencia, cuando me alejaba del debate, no parecía más fuerte que la débil columna que la sustentaba. He ahí por qué los apologistas tenemos nuestras vidas en nuestras manos, y sólo podemos ser salvados volviendo continuamente desde el telar de nuestros propios argumentos – como si fueran nuestros adversarios intelectuales – a la realidad; del cristianismo apologético al cristianismo como tal. He ahí también por qué necesitamos constantemente la ayuda de los demás. Oremus pro invicem20.

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1- Esta comunicación fue leída en la asamblea de pastores anglicanos y líderes juveniles de la Iglesia de Gales, en Carmarthen, durante la Pascua de Resurrección.

2- Creo que la fuente de esta cita es Jeremías 6, 16: «State super vias et videte, et interrogate de semitis antiquis quae sit via bona, et ambulate in ea», cuya traducción es: «Haced alto en los caminos y ved, preguntad por las sendas antiguas: ¿Es ésta la senda buena? Pues seguidla.

3- Efesios 4, 14.

4- Mat. 24, 35; Mc. 13, 31; Lc. 21, 33.

5- “Temo a los griegos aun cuando llevan obsequios”. Virgilio, Eneida, II, 49.

6- Hebreos, 8, 8.

7- Sir William H. Beveridge, Social Insurance and Allied Services, Comunicación de Gobierno 6404, Sesión parlamentaria 1942-43 (Londres: H.M. Stationery Office, 1942). El Informe Beveridge es el proyecto del actual sistema de Seguridad Social británico.

8- Los metuentes o “los temerosos de Dios” eran una clase de gentiles que adoraban a Dios sin someterse a la circuncisión y a otras obligaciones ceremoniales de la Ley Judía. Cfr. Salmos 118, 4 y Hechos 10, 2.

9- La primera cita es de la oración por “La situación global de la Iglesia de Cristo” durante el servicio religioso de la Sagrada Comunión, Libro de la Oración Común (1662). La segunda es la forma revisada de la misma frase, tal como se halla en el Libro de la Oración Común de 1928.

10- La frase aparece en la oración de Acción de gracias, que tiene lugar al final del servicio religioso de la Sagrada Comunión, en el Libro de la Oración Común (1662).

11- Mat. 27, 26; Mac. 15, 15; Jn. 19, 1.La expresión «cristianismo primitivo» no significaría para ellos en absoluto lo que significa para ustedes.

12- “Que significa “espíritu”, como en 1 Corintios, 14, 24.

13- “No todos podemos hacerlo todo”. Virgilio, Églogas, VIII, 63.

14- Mt. 18,11-14; Lc 15, 4-7.

15- O es malo Dios, o es malo el hombre.

16- Jn. 8,3-8.

17- El artículo XVIII del Libro de la Oración Común, que trata sobre Alcanzar la salvación eterna sólo por el nombre de Cristo, dice: “Deben ser maldecidos los que osan decir que todo hombre se salvará por la Ley o la Secta que profesa, de manera que ha de ser  diligente en amoldar su vida conforme a esa ley y la luz de la Naturaleza. La Sagrada Escritura nos manifiesta que sólo por el Nombre de Cristo puede un hombre salvarse.

18- El lector interesado en esta cuestión puede ver cómo responde el papa Juan Pablo II a la pregunta:”¿por qué tantas religiones?”, Cruzando el umbral de la Esperanza, pp. 93-112, Plaza y Janés. (N. Del T.).

19- Sin ultrajar la reverencia.

20- Oremos los unos por los otros.