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Educar en la Verdad

 

Enrique Martínez

Universidad Virtual Santo Tomás (Barcelona)

 

Quien quiera profundizar en la esencia de la acción educativa deberá tener presente, sobre todo, el fin que se pretende, pues el fin es lo que especifica la acción. [1] Santo Tomás de Aquino, Doctor Humanitatis, nos revela con toda claridad cuál es dicho fin: “el estado perfecto del hombre en cuanto hombre, que es el estado de virtud”. [2] Mas, siempre a la luz del fin, no hay que dejar de considerar también el agente de la educación y el objeto material de la misma. Refiriéndose precisamente a este último afirma el Aquinate:

En el acto de enseñar encontramos una doble materia, signo de lo cual es que al acto de enseñar se le une un doble acusativo. La primera materia es lo que se enseña, y la otra es aquel a quien se enseña. [3]

En este estudio trataremos de identificar uno de estos dos objetos materiales de la educación señalados por Santo Tomás, el que se refiere a “lo que se enseña”.

1. Las formas inteligibles

Las facultades de todo educando están en potencia de ser perfeccionadas por medio de la acción educativa, pues en caso contrario ya no sería precisa la educación. Y lo que perfecciona cualquier materia es la forma, pues “todo aquello por lo que algo tiene el ser -sea el ser que sea, sustancial o accidental- puede ser llamado forma”; [4] por lo mismo, esta forma es el acto de la materia potencial: “como que la forma hace ser en acto, por eso se dice que la forma es acto”. [5]

En el conocimiento racional, igual que en la sensación, el acto que, como forma, perfecciona la facultad racional, no es otro que el mismo acto de la facultad, pues “lo inteligible en acto es el entendimiento en acto, de la misma manera que lo sensible en acto es el sentido en acto”. [6] Pero el entendimiento humano no está siempre en acto, como se pone de manifiesto en el educando, sino que “al principio es como una tablilla rasa en la que nada hay escrito”; [7] y en cuanto que está en potencia con respecto a este acto, necesita ser inmutado por una forma que lo actualice. Santo Tomás explica esta potencialidad del entendimiento humano comparándola de nuevo con los sentidos:

En cuanto lo inteligible se distingue del entendimiento, son los dos en potencia, como se ve claro en el sentido, pues ni la vista ve actualmente, ni lo visible es visto actualmente si la vista no es informada por la especie de lo visible, de suerte que la vista y lo visible se hagan uno. [8]

“Son los dos en potencia”, es decir, la forma inteligible también está en potencia de ser entendida por el entendimiento humano, aunque ya es acto en cuanto que informa el ente según su ser natural. Y no es, precisamente, según su ser natural como es recibida la forma inteligible por el entendimiento, esto es, por alteración física -que es, por el contrario, el modo en que recibe el enfermo la virtud curativa del medicamento-, sino en su “ser espiritual” mediante una “alteración espiritual” semejante a la que se da en la sensación. [9] Esta alteración espiritual que se da en la intelección consiste, entonces, en una representación intencional de la cosa entendida: “Se ha de considerar también que el entendimiento, informado por la especie de la cosa, entendiendo, forma en sí mismo una intención de la cosa entendida”. [10] No obstante, la alteración espiritual de la intelección no es como la de la sensación, pues ésta se da en condiciones materiales mientras que la racional exige la total abstracción de la materia. [11] Dada la condición corpórea del hombre esta abstracción de la materia exige, sin embargo, realizarla desde la misma imagen sensible; el conocimiento humano, en efecto, comienza siempre por los sentidos, que presentan una imagen que el entendimiento agente vuelve inteligible abstrayendo toda materia. [12] Por eso el hombre no puede enseñar si no es con la mediación de signos sensibles:

Las formas inteligibles, a partir de las cuales se constituye la ciencia recibida por la enseñanza, son reproducidas en el discípulo, inmediatamente por el entendimiento agente, pero mediatamente por aquel que enseña. Pues el que enseña propone los signos de las cosas inteligibles, a partir de los cuales el entendimiento agente toma las intenciones inteligibles y las reproduce en el entendimiento posible. [13]

Esta necesaria mediación de los sentidos implica que el objeto propio del entendimiento humano no pueda ser cualquier forma inteligible, sino aquella que existe en la materia, de manera que pueda ser así percibida por los sentidos:

La potencia cognoscitiva está proporcionada a lo cognoscible. Por eso, el entendimiento angélico, sin vinculación alguna con un cuerpo, por objeto propio tiene la sustancia inteligible separada del cuerpo, por la que conoce lo material inteligible. En cambio, el objeto propio del entendimiento humano, que está unido a un cuerpo, es la esencia o naturaleza existente en la materia corporal y, a través de la naturaleza de lo visible, llega al conocimiento de lo invisible. [14]

Comprobamos al final de este texto que Santo Tomás, aun poniendo las formas inteligibles existentes en lo corpóreo como objeto propio del entendimiento humano, abre la posibilidad al conocimiento de las formas inteligibles inmateriales, las cuales también pueden ser objeto del entendimiento, aunque de manera muy imperfecta:

A partir de las cosas materiales podemos llegar a conocer en cierta manera las inmateriales, pero no perfectamente, porque no hay proporción adecuada entre ambos órdenes; y, aunque pueden obtenerse algunas imágenes materiales para conocer lo inmaterial, éstas son muy desproporcionadas. [15]

De este modo, toda forma puede ser conocida por el entendimiento humano convirtiéndose, así, en objeto material de la educación; pero, decimos que su objeto propio son las formas inteligibles que existen en la naturaleza material que percibimos por los sentidos. De ahí que en la enseñanza no sólo sea imprescindible el uso de signos sensibles -como las palabras que oye el alumno-, sino que es conveniente el recurso a ejemplos sensibles para introducir en el conocimiento de lo más elevado e inmaterial; por eso dice Santo Tomás que “los hombres torpes no pueden llegar a la ciencia si no es por medio de ejemplos sensibles”. [16]

Las formas inteligibles, objeto del conocimiento y por ello de la educación, pueden ser tanto las sustanciales como las accidentales; así el hombre puede conocer y enseñar qué es un caballo, y qué es un caballo blanco. Pero las cualidades pasibles, que son formas accidentales, son objeto del conocimiento sensible. ¿Coinciden el entendimiento y el sentido en su objeto? No, ciertamente. La forma accidental que perciben los sentidos es en su ser natural la misma que la que conoce el entendimiento, y hace ser blanco al caballo del mismo modo. Mas no es la misma en su ser conocido, pues el sentido ve la blancura en sus condiciones materiales, mas el intelecto entiende qué es la blancura del caballo en su abstracción inmaterial:

Lo que el sentido conoce de forma material y concreta, y en esto consiste el conocimiento directo de lo singular, el entendimiento lo conoce de forma inmaterial y abstracta, y en esto consiste el conocimiento de lo universal. [17]

Y aún nos podríamos preguntar si el acto de ser es objeto del conocimiento y de la enseñanza. El ser, dice Santo Tomás, es “lo más íntimo de una cosa, lo que más la penetra, ya que es lo formal de todo lo que hay en realidad”-; [18] preguntarse, pues, por el ser es hacerlo por lo más formal, más incluso que las mismas formas:

El mismo ser es la actualidad de todas las cosas, y aun de las mismas formas. De hecho, no se compara a las otras cosas como el recipiente a lo recibido, sino en especial como lo recibido al recipiente. Pues cuando digo ser del hombre, o del caballo, o de otra cosa, este mismo ser es considerado como formal y recibido, no como algo al que le compete ser. [19]

Mas la formalidad del ser no es la misma que la de las formas sustanciales y accidentales; éstas pertenecen al ámbito de la esencia, mientras que el ser trasciende dicho ámbito, y “es comparada con la esencia, que es distinta de aquél, como el acto con la potencia”. [20] Y sucede que, siendo el ser el acto de la esencia, en el conocimiento de cualquier esencia se implica el conocimiento del actus essendi: al conocer qué es un ente sabemos que dicho ente es. Se puede decir, pues, tanto que el objeto propio del entendimiento es el ente, lo que implica conocer su esencia, como que su objeto es la esencia, pues se conoce como esencia del ente; por eso inicia el Doctor Angélico su opúsculo De ente y essentia con la siguiente afirmación: “El ente y la esencia son los que en primer lugar son concebidos por el entendimiento”. [21]

Mas este objeto del entendimiento no lo es sólo de las facultades cognoscitivas, sino que, tras el juicio valorativo que realiza el entendimiento práctico, es presentado a las facultades apetitivas bajo la razón de bueno o malo. Es, por tanto, la misma forma conocida la que, después, es apetecida, aunque la formalidad sea distinta:

Lo que se aprehende y es apetecido, es lo mismo como sujeto, pero con formalidad distinta. Pues es aprehendido como ser sensible o inteligible. En cambio, es apetecido en cuanto conveniente o bueno. [22]

Por otra parte, el juicio del entendimiento práctico es capaz también de presentar al apetito racional una esencia cuya aprehensión atrae. Esta belleza no es una cierta proporción de las partes de la figura percibida que valora la facultad sensitiva denominada cogitativa, [23] sino una proporción que descubre el entendimiento y que, en tanto que atrae a la voluntad, tiene carácter moral; así, por ejemplo, la belleza de una acción generosa, hermosamente proporcionada a la naturaleza humana. Es éste un juicio en cierto modo estético, aunque esta expresión, incluso por su origen etimológico, parece convenir mejor al ámbito sensitivo; mas la contemplación que sigue a este otro juicio racional no se halla en la línea del agrado sensible -que en modo alguno rechaza, sino que incluso admite como muy adecuado complemento-, [24] sino en la de la felicidad.

Y aún podemos hacernos una última pregunta. Hasta ahora hemos hablado de formas inteligibles creadas; pues bien, ¿es Dios objeto de enseñanza? Como explica el Aquinate, Dios puede ser conocido de dos maneras: Primero, “por la presencia de su esencia”; [25] mas esto es imposible para la criatura, “a no ser que Dios, por su gracia, se una al entendimiento creado haciéndose inteligible”. [26] En este sentido Dios no puede ser objeto de enseñanza, pues cuando Dios se hace a sí mismo inteligible al entendimiento creado causa en la criatura racional un acto perfecto, y no un hábito perfectivo, [27] que es lo que pretende la educación. [28] No obstante, cuando Dios se revela al hombre viador, quien, no pudiendo verlo en su esencia, lo acepta en la fe, entonces sí podemos hablar de una educación sobrenatural, que perfecciona las virtudes teologales mostrando la Verdad primera en cuanto revelada, mas inaccesible en sí misma al entendimiento del hombre: “El objeto de la fe lo constituye, como hemos expuesto, la Verdad primera, en cuanto no vista, y las verdades a las que asentimos por ella”. [29] En segundo lugar, a Dios es posible conocerlo “por la semejanza divina reflejada en las criaturas”; [30] y éste es, en efecto, el modo natural de conocer a Dios la criatura racional, constituyéndose en objeto de la educación más perfecta en el orden natural.

En definitiva, las formas inteligibles, objeto del conocimiento intelectivo y de la volición, son asimismo el objeto material de la educación racional. Efectivamente, para alcanzar la virtud que perfecciona las facultades racionales deben ser presentadas al entendimiento estas formas inteligibles. Ése es el modo de forjar hábitos virtuosos, que son el fin de una educación firmemente arraigada en el ente... Admirable realismo pedagógico el que se desprende de Santo Tomás.

 

2. Verba doctoris

Las formas inteligibles en potencia de ser entendidas son, según acabamos de decir, el objeto material de la educación racional. Mas ello es así en su sentido más remoto, pudiendo aún encontrar otro más próximo al acto educativo. En efecto, las formas inteligibles que mueven a la formación de hábitos son las que ya han sido entendidas por el maestro y, como tales, presentadas a la escucha del educando.

Por otra parte, conviene recordar en este momento una de las tesis nucleares de la metafísica tomista: se entiende diciendo lo conocido, en un acto locutivo que surge por la plenitud de otro acto, que es el entender: “Lo entendido en el inteligente es la intención y la palabra”. [31] En efecto, el conocimiento es esencialmente locutivo.

Así, las formas inteligibles, objeto material de la educación en cuanto que entendidas, son verbum mentis en el entendimiento del maestro. Dice Santo Tomás en De Magistro:

Las mismas palabras que dice el que enseña, o que se leen en un escrito, en orden a causar ciencia en el intelecto, obran de la misma manera que las cosas que están fuera del alma, porque de ambas el intelecto toma las intenciones inteligibles; aun cuando las palabras del que enseña son causa más próxima de la ciencia que las cosas sensibles que existen fuera del alma, en cuanto que son signos de las intenciones inteligibles. [32]

El Doctor Angélico nos muestra aquí los dos lugares en donde hallar las formas inteligibles: en “las cosas que están fuera del alma” y en “el que enseña”; pero en éste último las formas inteligibles se convierten en “causa más próxima de la ciencia”, pues “son signos de las intenciones inteligibles”. Es decir, la palabra presenta la realidad en tanto que entendida. Es por ello que no puede enseñarse uno a sí mismo, [33] ni pueden hacerlo tampoco los medios audiovisuales o los libros: es necesario un maestro que enseñe a través de ellos. En efecto, sólo existe educación en la medida en que el educando escuche una palabra en la que la realidad ya esté entendida: la palabra del maestro.

De ahí que en la educación tenga una especial importancia el cuidado de las palabras. Un maestro que no utilice adecuadamente los términos, o que no prepare convenientemente su razonamiento, más que promover hábitos científicos creará confusión en sus oyentes, alejándoles de la verdad. 

Este verbum doctoris es, de manera primordial, palabra pronunciada en el interior de la mente, la cual, “formando dicha intención, conoce la cosa misma”. [34] Tras ella es posible ya dirigirse al entendimiento de otro, mas el hombre deberá hacerlo mediando signos sensibles, palabras externas que signifiquen las pronunciadas en el interior:

El que es instruido por un hombre no recibe inmediatamente la ciencia de las especies inteligibles que se aposentan en la mente de éste, sino que las recibe por medio de palabras sensibles, como signos de los conceptos mentales. [35]

Es por eso que en el comentario a la Metafísica de Aristóteles afirma Santo Tomás que “la instrucción se recibe principalmente por el oído”, [36] y en el sermón Jesus proficiebat que “para que el hombre se perfeccione en la sabiduría es necesario que escuche de buena gana”. [37]

Sólo en el caso de Dios y del ángel es posible hablar de una enseñanza que no requiere la palabra externa; así lo explica Tomás refiriéndose a la criatura angélica:

El lenguaje exterior por medio de la voz nos es necesario a nosotros debido al obstáculo del cuerpo. No es, pues, necesario al ángel, al que le es suficiente con el lenguaje interior, por el que no sólo habla consigo mismo al concebir interiormente, sino también se manifiesta a los demás ángeles al dirigirse a ellos voluntariamente. [38]

Pero Dios también puede servirse de signos sensibles: “Y como las palabras formadas por el hombre -afirma Santo Tomás- son signos de su ciencia intelectual, así las cosas creadas por Dios son signos de su sabiduría”. [39] Precisamente esto explica la afirmación siguiente, en la que asegura que “es más excelente alcanzar la ciencia a través de las criaturas sensibles que mediante la enseñanza de los hombres”, [40] lo cual parece contradecir aquel otro texto de la cuestión De Magistro en el que pone las palabras del maestro como causa más próxima de la enseñanza que las formas inteligibles existentes en las cosas sensibles. [41] Pero no es que se aprenda de lo que éstas enseñan, sino de lo que Dios enseña por medio de ellas:

No basta que interrogues a los mismos [maestros] o a sus escritos, sino que debes examinar atentamente las criaturas, porque se dice en Eccle. 1, 10: Dios derramó su sabiduría sobre todas sus obras. Y las obras de Dios son sentencias de su sabiduría. [42]

Y es que en la mente de Dios sí son palabra entendida. Esta última afirmación implica que cualquier conocimiento, tanto el que se da por enseñanza como el que se obtiene por invención, tiene a Dios como maestro último; Él es quien lo dice todo en el Verbo, por medio de quien todo ha sido creado y constituido apto para ser entendido. Por eso canta el salmista: “El cielo proclama la gloria de Dios,/ el firmamento pregona la obra de sus manos:/ el día al día le pasa el mensaje,/ la noche a la noche se lo susurra”. [43]

Y cuando las palabras del maestro no sólo pretenden en el discípulo el conocimiento de la verdad sino la práctica del bien, su palabra queda enraizada en el mismo corazón del educador, que busca amorosamente el bien en el educando; por eso podemos decir con una expresión de raíz agustiniana que su palabra es verbum cordis: “No podemos amar nada si no lo concebimos con la palabra del corazón (verbo cordis)”. [44] En este modo de educación moral no basta el raciocinio, pues como dice Aristóteles, “el raciocinio mismo, a no ser el que es en orden al fin, y práctico, nada mueve”. [45] Así lo comenta Santo Tomás:

La forma inteligible no es principio de acción en cuanto que está en el que conoce, a no ser que se le añada una tendencia al efecto, cosa que sucede por la voluntad. [46]

Así pues, la palabra que aquí propone el educador no sólo es dicha, sino imperada, “porque quien impera ordena a aquello a lo que impera hacer algo”. [47] Este acto de imperar se puede dar tanto aconsejando como mandando, según que el dominio sobre el otro sea político o despótico:

La razón es de dos modos causa de algunos efectos. En primer lugar, como imponiendo necesariamente, y le compete en este caso a la razón imperar no sólo sobre las potencias inferiores y los miembros corporales, sino también sobre los hombres a ella sometidos, lo cual es ciertamente imperando; de un segundo modo, como induciendo y, en cierta manera, disponiendo, y de este modo la razón pide que hagan algo quienes, por el hecho de ser iguales o superiores, no dependen de ella. [48]

El progreso educativo marcará cuándo el mandato deberá ir siendo sustituido por el consejo, pues en la medida en que el educando vaya adquiriendo la virtud sabrá gobernarse por sí mismo; por eso la educación para la edad madura ya no es tanto por medio del mandato sino, sobre todo, a través del ejemplo y del consejo. [49] Por eso en la acción educativa divina descubrimos que, llevado hasta su madurez, el nuevo Israel que es la Iglesia recibe de Dios en los consejos evangélicos una ley de libertad:

La diferencia entre consejo y precepto está en que el precepto implica necesidad; en cambio, el consejo se deja a la elección de aquel a quien se da. Por eso muy bien se añaden a los preceptos ciertos consejos en la nueva ley, que es ley de libertad, lo cual no se hacía en la antigua, que era ley de servidumbre. [50]

Todo esto implica otra exigencia metodológica muy importante: conocer bien al sujeto que va a ser educado para adaptar la educación a sus capacidades. Así se lo propone el mismo Santo Tomás al iniciar la redacción de la Summa Theologiae:

El doctor de la verdad católica debe no sólo instruir a los más adelantados, sino también enseñar a los que empiezan, según lo que dice el Apóstol en I Cor 3: Como a párvulos en Cristo, os he dado por alimento leche para beber, no carne para masticar. [51]

Esta palabra que mueve al bien, pronunciada primero en el corazón del maestro, en ocasiones no precisa convertirse en palabra audible externa, sino en una actitud, en una mirada, en un ejemplo. Éstos sólo pertenecen al acto educativo si en el maestro hay la intención de conseguir en otro la virtud moral, aun cuando no sepa en concreto quién será su beneficiario; una actitud que sólo per accidens genere en otra persona una respuesta virtuosa no diremos que sea educativa, sino que quedará dentro de la línea del autoaprendizaje.

Es un hecho que el ejemplo educativo en el ámbito de la formación moral suele tener mucha mayor eficacia que el adoctrinamiento teórico. Y hay una razón: puesto que el educador debe ser perfecto en aquello que desea comunicar, en la educación moral no sólo se le exigirá un conocimiento acerca de la virtud a enseñar, sino su misma presencia en el apetito; de ahí que el educando se verá más atraído hacia una virtud moral cuando la vea practicar que cuando oiga hablar de ella. Santo Tomás también se refiere a ello, dándonos precisamente como razón de esta fuerza que tiene el ejemplo el que la verdad última de las acciones está en ellas mismas:

En lo que concierne a las acciones y pasiones humanas se cree menos en las palabras que en las obras, con lo cual, si alguien pone en práctica lo que dice ser malo, más provoca con el ejemplo que disuade con la palabra [...] Cuando las palabras de alguien disuenan de las obras que en él se manifiestan de una manera sensible, tales palabras dejan de ser dignas de crédito y, en consecuencia, viene a quedar sin valor la verdad en ellas expresada. [52]

Mas no significa esto que deba descuidarse el discurso acerca de qué deba o no hacerse, pues la conducta humana debe estar siempre dirigida por la razón, de manera que habrá que mostrar el fin que pretende una determinada acción propuesta como ejemplar, las circunstancias que en ella concurren, etc. Por eso afirma el Aquinate:

Las enseñanzas verbales verdaderas no sólo se muestran útiles para la ciencia, sino también para la recta conducta, pues se las cree en tanto que concuerdan con las obras; y así estas enseñanzas provocan, a los que entienden su verdad, a conformar con ellas su modo de vivir. [53]

De aquí se deduce otra consecuencia metodológica, y es que si en la enseñanza especulativa las palabras adquieren un especial relieve, en la moral serán las actitudes del educador las que deberán ser objeto del mayor cuidado en orden a conseguir la educación de los hombres.

La importancia de las palabras pasa a tener una importancia capital cuando se trata de educar en la fe. Ésta debe nutrirse de aquella “persuasión del hombre que induce a la fe”, [54] consistente en mostrar las razones para creer; las palabras de esta persuasión es evidente que deberán vigilarse cuidadosamente. Mas nosotros nos referimos ahora sobre todo a la predicación, por la que se “se proponen al hombre cosas para creer”, y que no tiene otro fundamento que la misma Verdad primera en cuanto revelada por Dios:

Es necesario que la fe venga de Dios, porque las verdades de fe exceden la razón humana. Por eso no caen dentro de la contemplación del hombre si Dios no las revela. A algunos les son reveladas de manera inmediata por Dios, como sucede en el caso de los apóstoles y profetas; a otros, en cambio, se las propone Dios mediante los predicadores de la fe por Él enviados, según aquello de Rom 10: ¿Cómo predicarán si no son enviados? [55]

Por eso, en la función docente de la Iglesia “la instrucción del pueblo se hace mediante la Palabra de Dios”. [56] ¡Qué exquisito cuidado deberá tener el que pone en sus labios esta Palabra!

 

3. Educar en la verdad

Aún podemos concretar más el objeto material de la educación. Hemos visto que en la acción educativa las formas inteligibles de las cosas deben ser, primero, entendidas por el maestro, para ser así expresadas en palabras a la escucha del discípulo.

Las cosas que se enseñan, en tanto que tienen la forma que les corresponde, decimos que son verdaderas: “toda cosa es verdadera -afirma Tomás- según que tiene la forma propia de su naturaleza”. [57] Este es el primer sentido de la verdad en el orden de la fundamentación ontológica, perfectamente sintetizado por la expresión de San Agustín que recoge el Aquinate: “Verdadero es lo que es”. [58] Cuando hemos dicho que el objeto material del conocimiento y de la educación son formas hemos querido referirnos, precisamente, a esta verdad del ente “que tiene la forma propia de su naturaleza”.

Esta verdad del ente, en cuanto que es, lo constituye apto para ser entendido tal y como es, o sea, para que un entendimiento conozca la verdad de su ser. Esta es la segunda acepción de la verdad en el orden óntico, que consiste en “la rectitud  que puede ser percibida sólo por la mente”. [59] En este sentido hay que entender aquella expresión tomada de Isaac Israeli, que cita Tomás: “La verdad es la adecuación de la cosa y el entendimiento”. Y si la verdad del ente lo hace apto para ser entendido, siendo por ello sus formas inteligibles, también lo hará apto para ser enseñado. Por eso, cuando Jaime Balmes inicia su obra El Criterio dirigida a educar para pensar bien, afirma que éste consiste: “o en conocer la verdad o en dirigir el entendimiento por el camino que conduce a ella”. [60] Y esto último es enseñar.

Precisamente porque verdadero es lo que tiene la forma que le corresponde por naturaleza, y lo propio del entendimiento es conocer lo que las cosas son, decimos que cuando el entendimiento aprehende las formas inteligibles de las cosas entonces es verdadero; y esto también sirve para el sentido, en la medida en que capta las formas sensibles de las cosas. Mas ésta es una manera de aplicar el primer sentido estudiado de verdad al acto del entendimiento. Si profundizamos más constatamos otro sentido análogo al primero, según el cual el entendimiento no sólo es verdadero por aprehender una forma inteligible, sino por manifestar que su aprehensión se corresponde con la realidad: “Verdadero es lo manifestativo y declarativo del ser”, [61] afirma Tomás citando a San Hilario; es decir, no sólo tiene el entendimiento el concepto caballo, sino juzga que el caballo es un animal. Y esto ya no es posible para los sentidos, que ven, pero no saben si ven las cosas como son. Aquí, pues, tratamos el entendimiento en cuanto cognoscente, y la verdad queda entonces definida como la “adecuación entre el entendimiento y la cosa”; así explica Santo Tomás esta acepción del concepto verdad, que es la tercera en el orden de fundamentación óntica, aunque sea la primera en el orden de conocimiento:

Como ya se ha dicho, lo verdadero, según su primera concepción, reside en el entendimiento. Como toda cosa es verdadera en cuanto que tiene la forma propia de su naturaleza, es necesario que el entendimiento, en cuanto cognoscente, sea verdadero en cuanto tiene la semejanza de la cosa conocida, que es la forma del entendimiento en cuanto cognoscente; y por eso, la verdad se define como la adecuación entre el entendimiento y la cosa; por lo cual conocer la verdad es conocer esta conformidad. Esto no lo conocen de ninguna manera los sentidos, pues aunque la vista tenga la imagen de lo visible, sin embargo, no conoce la adecuación existente entre él y lo que aprehende de él. [62]

Para poder expresar dicha adecuación entre el entendimiento y la cosa al hombre no le basta el concepto, siéndole necesario recurrir al juicio, en el que afirme o niegue que, en verdad, lo conocido es así:

El entendimiento puede conocer la adecuación existente entre él y la cosa inteligible; pero no la aprehende por conocer de algo aquello que es, sino cuando juzga que hay adecuación entre la cosa y la forma que de la cosa aprehende. Entonces, en primer lugar conoce y dice lo verdadero. Y esto lo hace componiendo y dividiendo. [63]

Este juicio verdadero, “manifestativo y declarativo del ser”, en tanto que verdad que se da en el entendimiento del maestro en cuanto cognoscente, y en tanto que se funda en la verdad del ente, apto para ser entendido, es la palabra que se enseña al discípulo para que aprenda, para que llegue al conocimiento de la verdad. Este juicio verdadero en la mente del maestro es, en definitiva, el objeto material de la educación.

Para conseguir en el educando hábitos que dispongan convenientemente al conocimiento de la verdad -o a la práctica del bien en tanto que fundamentado en dicho conocimiento verdadero-, es necesario ejercitar su entendimiento en el descubrimiento de juicios verdaderos y no sólo en la adquisición de conceptos. Qué desviada, por supuesto, la educación que se base en juicios erróneos, pues “el bien del entendimiento es la verdad, como su mal es la falsedad”; [64] mas también, qué desviada la que, en un mero afán enciclopédico o de erudición, llene la mente del alumno de noticias, términos, hechos, ideas, definiciones, opiniones, etc., sin atreverse a comprometer el entendimiento en un juicio que alcance la realidad. Dice al respecto Santo Tomás que la opinión y la sospecha, al poder versar tanto sobre la verdad como sobre la falsedad, no son capaces de engendrar virtudes intelectuales. [65] Una educación así, temerosa y hasta resentida del mismo término verdad, dirige el entendimiento hacia su propia muerte, pues le hace creer poseedor del nutritivo alimento de la cultura, resultando éste no ser más que mera distracción, incapaz de satisfacer su auténtico ansia de saber. [66]

Por el contrario, la verdadera educación pretende que el alumno alcance a formular juicios; y no sólo esto, sino que dichos juicios sean verdaderos. Por eso trata que sea él mismo el que llegue a la conclusión, y no que ésta le venga impuesta por la voluntad de otro: “Algunos siguen la opinión de los maestros, porque las oyen de ellos; pero nadie debe tener un amigo como verdad, sino que sólo debe adherirse a la verdad”. [67] De ahí la admirable propuesta metodológica de Santo Tomás, que se resume en dos principios: ayudar el entendimiento del educando para que pueda llegar por sí mismo, desde sus conocimientos previos, a la conclusión; o, cuando éste no se vea capaz, fortalecer su entendimiento mostrándole las conexiones entre los principios y la conclusión. Para lo primero da dos opciones: proponer al discípulo juicios menos universales que los que ya tiene, acercándole de este modo a la conclusión; o, facilitando más el raciocinio, proporcionando ejemplos sensibles, ayudando al entendimiento en su actividad abstractiva -ya hemos hablado previamente del uso de los ejemplos, tanto en el orden especulativo, como en el práctico-. Veamos cómo lo explica el Aquinate en uno de los lugares más comentados de su Filosofía de la educación:

El maestro puede contribuir de dos maneras al conocimiento del discípulo. La primera, suministrándole algunos medios o ayudas de los cuales pueda su entendimiento adquirir la ciencia, tales como ciertas proposiciones menos universales, que el discípulo puede fácilmente juzgar mediante sus previos conocimientos, o dándole ejemplos palpables, o cosas semejantes, o cosas opuestas a partir de las que el entendimiento del que aprende es llevado al conocimiento de algo desconocido. La segunda, fortaleciendo el entendimiento del que aprende [...] en cuanto que se hace ver al discípulo la conexión de los principios con las conclusiones, en el caso de que no tenga suficiente poder comparativo para deducir por sí mismo tales conclusiones de tales principios. [68]

Y si la educación tiene como alimento la verdad, será también misión suya desterrar el error en la mente del educando. Por su parte, cuando se trate de educación moral se deberá mover al educando a obrar bien, tal y como este bien es conocido y enseñado por el entendimiento, convirtiéndose la lucha contra el error en alejar del mal. Así lo sintetiza Santo Tomás, refiriéndose en concreto a la enseñanza que parte de la Sagrada Escritura: “Cuatro son los efectos de la Sagrada Escritura: para la razón especulativa, enseñar la verdad y refutar el error; y para la razón práctica, alejar del mal e inducir al bien”. [69]

Es la verdad entendida primero en plenitud por el docente y propuesta después al discente, de manera que él mismo pueda descubrirla, la que afirmamos como objeto material de la educación, y que por haber pertenecido primero al docente la denominamos doctrina educativa. Por medio de ella, en cuanto fundada en la realidad de las cosas, será posible educar en la verdad.



[1]   Cfr. Summa Theologiae I-II, q.1, a.2 in c.
[2]   In IV Sent. d.26, q.1, a.1 in c.
[3]   De Veritate q.11, a.4 in c.
[4]   De principiis naturae c.1.
[5]   De principiis naturae c.1.
[6]   Summa contra gentiles I, c.51, n.6.
[7]   Summa Theologiae I, q.79, a.2 in c.
[8]   Summa contra gentiles I, c.51, n.6; cfr. Summa Theologiae I, q.79, a.2.
[9]   Cfr. Summa Theologiae I, q.78, a.3 in c.
[10]   Summa contra gentiles I, c.53, n.3.
[11]   Cfr. Summa contra gentiles I, c.53, n.3.
[12]   Cfr. Summa Theologiae I, q.84, a.6 in c.
[13]   De Veritate q.11, a.1 ad 11.
[14]   Summa Theologiae I, q.84, a.7 in c.
[15]   Summa Theologiae I, q.88, a.2 ad 1.
[16]   Summa Theologiae I, q.89, a.1 in c.
[17]   Summa Theologiae I, q.86, a.1 ad 4.
[18]   Summa Theologiae I, q.8, a.1 in c.
[19]   Summa Theologiae I, q.4, a.1 ad 3.
[20]   Summa Theologiae I, q.3, a.4 in c; cfr. Summa contra gentiles II, c.52.
[21] De ente et essentia, proemium.
[22]   Summa Theologiae I, q.80, a.1 ad 2.
[23]   Cfr. Summa Theologiae I, q.5, a.4 ad 1; q.81, a.3 in c.
[24]   Cfr. Summa Theologiae I-II, q.4, a.6 ad 2.
[25]   Summa Theologiae I, q.56, a.3 in c.
[26]   Summa Theologiae I, q.12, a.4 in c.
[27]   Summa Theologiae I-II, q.3, a.2 in c.
[28]    Cfr. In IV Sent. d.26, q.1, a.1 in c.
[29]   Summa Theologiae II-II, q.4, a.1 in c.
[30]   Summa Theologiae I, q.56, a.3 in c.
[31]   Summa contra gentiles, IV, c.11, n.9; veáse sobre este tema la magistral obra de Francisco Canals, Sobre la esencia del conocimiento, Barcelona, PPU, 1987.
[32]   De Veritate q.11, a.1 ad 11.
[33]   Cfr. De Veritate q.11, a.2 in c.
[34]   Summa contra gentiles, I, c.53, n.4.
[35]   Summa Theologiae III, q.12, a.3 ad 2.
[36]   In I Metaph. lect.1, n.12.
[37]   Sermo Jesus proficiebat.
[38]   Summa Theologiae I, q.107, a.1 ad 2.
[39]   Summa Theologiae III, q.12, a.3 ad 2.
[40]   Summa Theologiae III, q.12, a.3 ad 2.
[41]   De Veritate q.11, a.1 ad 11.
[42]   Sermo Jesus proficiebat.
[43]   Sal 18, 2-3.
[44] Summa contra gentiles IV, c.24, n.13.
[45]   Aristóteles, Ética Nicomáquea VI, 2 (1139b 1).
[46]   Summa Theologiae I, q.14, a.8 in c.
[47]   Summa Theologiae I-II, q.17, a.1 in c.
[48]   Summa Theologiae II-II, q.83, a.1 in c.
[49]   Cfr. Antonio Millán Puelles, La formación de la personalidad humana, p.48.
[50]   Summa Theologiae I-II, q.108, a.4 in c.
[51]   Summa Theologiae II-II, q.52, a.1 in c.
[52]   In X Ethic. lect.1, n.8-9.
[53]   In X Ethic. lect.1, n.10.
[54]   Summa Theologiae II-II, q.6, a.1 in c.
[55]   Summa Theologiae II-II, q.6, a.1 in c.
[56]   In IV Sent. dist.8, q.2, a.4, q.ª3 ex.
[57]   Summa Theologiae I, q.16, a.2 in c.
[58]   De Veritate c.1, a.1 in c.
[59]   De Veritate c.1, a.1 in c.
[60] Jaime Balmes, El Criterio I, c.1.
[61]   De Veritate c.1, a.1 in c.
[62]   Summa Theologiae I, q.16, a.2 in c.
[63]   Summa Theologiae I, q.16, a.2 in c.
[64]   Summa Theologiae I-II, q.57, a.2 ad 3.
[65] Cfr. Summa Theologiae I-II, q.57, a.2 ad 3.
[66] Sobre el “olvido de la verdad” en la cultura actual, ver Abelardo Lobato, “La paideia exigida por la verdad”, en AA.VV., La formazione integrale domenicana, Bologna, ESD, 1996, pp.273-292.
[67]    Sermo Jesus proficiebat.
[68]   Summa Theologiae I, q.117, a.1 in c; cfr. Summa contra gentiles II, c.75.
[69]   In II Epist. ad Tim. c.3, lect.3.