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Duce natura... Reflexiones en torno a la recepción medieval de Cicerón a la luz de Juan de Salisbury

 

Ángel Escobar
aescobar@posta.unizar.es
Universidad de Zaragoza
Departamento de Filosofía

 

I. Orbis nil habuit maius Cicerone latinus...

Cuando Juan de Salisbury (ca. 1115-1180) declaraba –de manera tan concisa como audaz en su época– que el orbe latino no había alumbrado «nada más grande que Cicerón» («Orbis nil habuit maius Cicerone latinus», en Entheticus maior, v. 1215) alcanzaba sin duda el filósofo de Arpino uno de los mayores reconocimientos que había de recibir durante todo el medievo cristiano. No es casual que éste se produjese en pleno siglo XII y que procediera de una autoridad tan singular y tan imbuida del pensamiento ciceroniano –en la forma y también en el fondo– como la del famoso obispo de Chartres, según mostró en su día Munk Olsen en un esclarecedor artículo. [1] Los dísticos que Juan de Salisbury dedicó en el opúsculo antes mencionado a juzgar la aportación ciceroniana en el ámbito de la filosofía (Entheticus maior, vv. 1215-1246) han merecido atención más reciente por parte de J.-Y. Tilliette, quien ha subrayado con razón las peculiaridades de este significativo encomio, [2] reparando en las dificultades que plantea, por ejemplo, el hecho de que el famoso enciclopedista medieval califique mediante el adjetivo dubius –ya sea entendido in meliorem o, quizá más bien, in peiorem partem– la no siempre transparente doctrina ciceroniana (v. 1218: «Sed tamen hic dubium dogma probare solet»). [3] Es muy posible que Juan de Salisbury fuese plenamente consciente de que el pensamiento ciceroniano no estaba a la altura teórica del Platón theologus o a la del Campidoctor peripateticae disciplinae (Metal. IV, 1), es decir, del Aristóteles logicus (de acuerdo con la conocida contraposición –y simplificación– establecida por Casiodoro), [4] pero, ya considerase al arpinate más o menos savant, no cabe duda de que le interesó en gran medida la inteligente síntesis filosófica que éste realizó, tan impregnada a menudo de confianza en la razón humana y de un innegable espíritu práctico. [5] Su decidida apuesta, por lo demás, suponía la necesidad de afrontar las incomprensiones y los recelos de una larga tradición literaria respecto a los méritos de Cicerón.

II. Veredictos antiguos, tardoantiguos y medievales en torno al Cicero christianus

Es sabido que la teología ciceroniana, y muy especialmente el De natura deorum, despertó numerosas suspicacias tanto en las filas paganas como en las del naciente y pujante cristianismo, hasta el extremo de haberse llegado a atribuir a tales querellas su propia mutilación textual (así en lo referente al libro III de la mencionada obra, parágrafo 65, donde se cuestionaba previsiblemente –desde la perspectiva académica de Cota– la supuesta actuación de la providencia divina sobre el gobierno del mundo). Arnobio (Adversus nationes III, 7) recoge la leyenda según la cual se habría propuesto al senado la destrucción de estos escritos ciceronianos, molestos para la ciudadanía pagana en cuanto que, mediante sus críticas, podían representar un apoyo para la nueva religión cristiana, en detrimento de las creencias romanas tradicionales («quibus christiana religio comprobetur et vetustatis opprimatur auctoritas» [6] ). A. S. Pease consideró la noticia de Arnobio como una mera invención, suponiendo más verosímil la posibilidad de que la obra hubiese resultado mutilada como consecuencia de una censura por parte cristiana, circunstancia que, sin embargo, no consideró del todo necesaria H. D. Jocelyn en uno de sus trabajos. [7]

Ya en el ámbito propiamente cristiano, ni siquiera la deuda contraída con la obra de Cicerón por todo un San Agustín, quien declaró en sus Confessiones (III, 4) que debía su conversión a la lectura del Hortensius («cuiusdam Ciceronis, cuius linguam fere omnes mirantur, pectus non ita»), hizo que la teología ciceroniana dejara de mirarse durante época tardoantigua con cierta desconfianza o reticencia, [8] ni aun en el caso de obras tan leídas y próximas al más reputado platonismo como el Sueño de Escipión, según se encargó de mostrar Pierre Courcelle. [9] Cicerón permaneció siempre in inferis, desde Lactancio (Div. Inst. III, 13, 13) –a quien Pico della Mirandola designará como Cicero Christianus– hasta Dante, que no duda en incluir a Tulio dentro de su «filosófica familia» (Inf. IV, 141), en cuanto pagano desconocedor de la verdad (Div. Inst. I, 17, 4 y passim; cf. C. Becker, art. cit., col. 109) y medroso al fin y al cabo en su búsqueda de la misma (ibid., col. 110, en referencia a Div. Inst. II, 3, 1-7). Su «teología negativa», más tendente a discernir lo que ‘no era’ la divinidad que lo que ésta ‘era’ realmente, no podía constituir en última instancia un modelo cristiano (Le Bonniec, art. cit., p. 101), salvo por lo que pudiera representar de búsqueda en sí misma. No se discutía que Cicerón fuera un hombre sabio, pero su doctrina no era en absoluto asumible de manera íntegra (San Agustín, Contra Academicos I, 3, 8), como era de esperar al proceder de quien hablaba «ante adventum Christi» (Contra philosophos I, 1177 [10] ) y pasaba a veces por ser un ardiente «defensor immortalium deorum» (ibid., II, 504-505), incapaz de conjugar, por ejemplo, libre arbitrio y «praescientia futurorum» (ibid., II, 1115-1126). El primero también era negado por el propio Aristóteles, según Juan de Salisbury, Entheticus maior, vv. 833-834: «non est arbitrii libertas vera creatis, / quam solum plene dicit habere Deum»; el conocimiento del futuro se lo atribuiría Cicerón tan sólo a la divinidad, según este mismo autor (v. 1229: «Scire Deum solum credit ventura»).

Es obvio que, desde un pensamiento cristiano como el que caracteriza de principio a fin el teocentrismo medieval, la asunción siquiera parcial de una filosofía de corte pagano como la ciceroniana –o cualquier otra, por ilustre que fuese su artífice– sólo podía realizarse con notables reservas, es decir, poniendo bien de manifiesto –en el mejor de los casos– su carácter de mera praeparatio evangelica. Difícilmente podía entrar la teología de Cicerón en el canon escolar, [11] y, de hecho, su fortuna o pervivencia literaria fue siempre relativamente escasa, [12] ya que no fueron frecuentes reivindicaciones tan decididas como la de Juan de Salisbury antes mencionada. Esa misma restricción es la que pone claramente de manifiesto la transmisión textual de los tratados filosóficos ciceronianos, dentro del llamado «corpus de Leiden», [13] que ya Hadoardo se había apresurado a expurgar en pleno siglo IX de sus secciones menos ‘cristianas’ (A. S. Pease, Nat., ed. cit., p. 58) y que además, a causa de su relativa extensión, difícilmente podía estar al alcance de cualquier clérigo medieval (A. S. Pease, Div., ed. cit., p. 33, n. 202). No puede decirse, en efecto, que los tratados ‘teológicos’ de Cicerón recibiesen una atención especial durante la Edad Media, algo que tampoco ocurrió durante los siglos XV y XVI. Tras el período tardoantiguo, en el que cabe destacar excepciones como el Octavius de Minucio Félix o las Divinae Institutiones de Lactancio (aquel «fluvius eloquentiae Tullianae» al que se refería San Jerónimo, Epist. 19, 10, y que fue decidido defensor del Cicerón filósofo [I, 15, 16]) y al margen de contadas empresas personales como las de Hadoardo o Juan de Salisbury, todo quedó con frecuencia en una serie de citas de acarreo, más o menos socorridas. [14] Tampoco cabía esperar, en realidad, que ocurriese lo contrario con unas obras que planteaban problemas de corte teológico, ausentes en otras mucho más transmitidas (como Inv., [Rhet. Her.], Somn. Scip., Off. o Lael., en el caso de nuestro autor [15] ) y que rezumaban paganismo –crítico, pero paganismo– desde el inequívoco politeísmo de su propio título (De natura deorum, por ejemplo), de agresiva presencia, seguramente, en cualquier biblioteca monástica.

III. Entre el pragmatismo y la radicalidad teórica: la omnis veritas ciceroniana

Como destacó con acierto B. Munk Olsen, Cicerón representaba –pese a su acendrado pragmatismo político, que no siempre le reportó beneficios– un estilo de pensamiento radical, capaz de seducir a Juan de Salisbury (art. cit., p. 67). Pensador apasionado y nada escéptico en el fondo, siempre guiado por el amor hacia lo que defendía y el rechazo hacia los detractores de su opinión, [16] en el Cicerón teórico apenas cabía en realidad la ‘tibieza’, aunque la ‘percepción’ medieval fuera con frecuencia la contraria (Ángel Escobar, art. cit., p. 201). Su radicalidad, que lindaba a veces con la intolerancia en los asuntos que consideraba de especial trascendencia (como se observa, por ejemplo, al final del De divinatione, en relación con el problema de la superstición, opresora de la religio), se vio siempre mitigada por el aparente escepticismo que le confería su declarada adhesión a la Academia.

Académico llegó a declararse también Juan de Salisbury en su Policraticus y en su Metalogicon, haciendo frente al notable descrédito que este término arrastraba desde su eficaz condena y puesta en cuarentena por parte agustiniana (Contra Academicos; cf. B. Munk Olsen, art. cit., pp. 64-65). Academicus sum, es la condición que asume el sabio erudito inglés, en confesión similar desde el punto de vista formal a la que –también por causa de Cicerón– atormentó siglos antes las pesadillas de S. Jerónimo («Ciceronianus es, non Christianus...»; cf. Epist. 22, 29-30). Este obvio decantarse por el procedimiento académico reflejaba, por anacrónico que pueda parecer, una clara demanda: libertad para reflexionar, extrema moderación y cautela ante todo aquello que pudiera ofrecer cualquier nivel de inseguridad teórica; «suspensión del juicio» (epokhé), sí, pero nunca reserva ante aquello que objetivamente podía llegar a conocerse... El importante concepto de moderatio tenía sus ámbitos de aplicación (cf. B. Munk Olsen, art. cit., p. 66), y se mantenía siempre al margen de lo que prescribía la fe, que se hallaba en todo momento por encima de los arrogantes dictámenes de la razón (ibid., pp. 78-81, también a propósito de la última carta de Abelardo a Heloisa, en la que éste se mostraba dispuesto a renunciar a la filosofía y a Aristóteles, en pos de San Pablo o de Cristo). El ‘humanismo’ de Juan de Salisbury era «incontestablement ‘chrétien’» (ibid., p. 83).

En el fondo, esta lectura medieval de Cicerón no dejaba de estar acorde con lo que el discurso teórico del arpinate en materia teológica suponía realmente. Conviene no olvidar –frente a lo que propugna cierta crítica moderna, poco atenta a veces a los propios textos– que la religio también tenía para Cicerón y para sus contemporáneos una dimensión profunda, de implicación personal o individual, y no sólo social. Una dimensión de «religiosidad», cabría decir, además de la propiamente ‘religiosa’. [17] Pese a la clara intención política que alimentaba a veces la erudición de los autores romanos del siglo I a.C. (caso de Varrón o del propio Cicerón), las propuestas de éstos trascendían el mero interés social; es decir, rebasaban la perspectiva externa, esencial en la religión romana, invadiendo también –y con idéntica legitimidad, cabe decir– el terreno de la religiosidad subjetiva, con todas las implicaciones filosóficas que ello comportaba. En general, la respuesta ciceroniana al problema religioso de su época se ajustó con bastante fidelidad a la reflexión más avanzada intelectualmente del momento, y cabría sintetizarla en dos aspectos fundamentales:

Una parte, crítica acerba del politeísmo antropomorfo tradicional, tras el precedente de los presocráticos y de sus continuadores, y dentro de una marcada tendencia hacia el monoteísmo o henoteísmo de base estoica, como el que se prefiguraba por ejemplo en el famoso Himno a Zeus de Cleantes. Es relevante al respecto el testimonio de Cota en el libro I del De natura deorum, al refutar y casi ridiculizar el antropomorfismo epicúreo, como hará luego con el defendido por Balbo, desde una perspectiva más ‘científica’, en el libro II.

En segundo lugar, Cicerón parece propugnar en todo momento un estudio riguroso –casi científico– de la divinidad, una verdadera ‘teología’ basada sobre los conceptos de ratio y de naturae ratio (physiologia), en términos fundamentalmente estoicos. La religio, signo de identidad de Roma (Nat. II, 8), es también correlato –a diferencia de la superstición: cf. Div. II, 129– del conocimiento de la naturaleza, est iuncta cum cognitione naturae. Son bien significativos al respecto pasajes como los siguientes: Div. II, 129: «utrum philosophia dignius, sagarum superstitione ista interpretari an explicatione naturae?», Div. II, 149: «quam ob rem, ut religio propaganda etiam est, quae est iuncta cum cognitione naturae, sic superstitionis stirpes omnes eiciendae».

Cicerón, como tantos filósofos que le precedieron y seguramente como muchos de sus contemporáneos, no cree en una teología ‘poética’ o ‘civil’ que a nadie podía ya satisfacer, e indaga en un concepto de religio basado sobre criterios distintos, es decir, fundado en la naturaleza (natura) y basado también en la razón (ratio), como único recurso frente a los absurdos de la costumbre (consuetudo) y frente al deterioro social que producía, a su juicio, el creciente abandono del culto tradicional. La superioridad en materia religiosa que Roma ostentaba frente a los griegos, como base del poder del Estado, no debía –ni podía– sustentarse sobre la falsedad y el engaño, como Cicerón se encargaba de repetir (cf. Nat. I, 3; II, 5, 9, 70; III, 53). Son además muy notables los acentos personales que aportaba nuestro autor a esta polémica, debidos en buena parte a esa cierta ‘radicalidad’ –más que ‘fanatismo’– que caracterizaba su manera de pensar. ¿Qué factores perfilan en Cicerón esa cierta ‘radicalidad’ filosófica? Cabe citar sobre todo los siguientes, también por el aprovechamiento mayor o menor que de ellos podía obtener el naciente humanismo cristiano medieval:

1) Cicerón consideraba que la religión –ese cultus deorum, que pasaba necesariamente por un estudio de la natura deorum– formaba parte del análisis filosófico, y que se hallaba íntimamente ligada a la moral y a la responsabilidad personal: la divinidad actúa en última instancia como garante del bien y responsabiliza al individuo de su cumplimiento, frente a la amoralidad que propicia la eliminación del referente divino (ya fuera por ateísmo o, al contrario, por superstición); la religio era, por tanto, necesaria para mantener el orden social o, más bien, la relación solidaria entre los individuos, como se refleja en Nat. I, 4: «atque haut scio an pietate adversus deos sublata fides etiam et societas generi humani et una excellentissuma virtus iustitia tollatur». [18]

2) Cicerón declaraba abiertamente su búsqueda de la verdad, frente a la mera ansia de polémica de muchos contemporáneos (prurigo disputandi), académi-cos sobre todo. Búsqueda de la verdad –frente al simple discurso de lucimien-to, más o menos sofístico– y, por otra parte, creencia gnoseológica en la exis-tencia de esa verdad. Lo expresa claramente: no es que la verdad no exista, lo que ocurre es que resulta difícil su aprehensión (Nat. I, 12): «non enim sumus i quibus nihil verum esse videatur, sed i qui omnibus veris falsa quaedam adiuncta esse dicamus tanta similitudine ut in is nulla insit certa iudicandi et adsentiendi nota. Ex quo exsistit et illud, multa esse probabilia [...]».

Cicerón se sitúa así en una línea bien conocida del pensamiento presocrático, como la que marcó Heráclito, por ejemplo (frag. 22 B 102 DK: «para el dios todas las cosas son buenas, bellas y justas»; el dios es la suma de todas las aparentes contradicciones, cosa que el hombre no puede comprender, porque su perspectiva es única...) No puede ser calificado en absoluto de relativista o de escéptico, aunque sí de pragmático. Confiaba en lo ‘probable’, pero en lo probable entendido como reflejo de lo verdadero (Inv. I 46), más que como pura convención social, a efectos prácticos y alejada o no del referente real. Creía en la existencia de una verdad objetiva, aunque dudase de la capacidad de los seres humanos para acceder a ella.

3) Como expuso en varios lugares, bona ratio coincide con vera opinio, o, dicho de otro modo, sólo la verdad puede producir el bien (Nat. III, 71): «nam omnis opinio ratio est, et quidem bona ratio si vera, mala autem si falsa est opinio. Sed a deo tantum rationem habemus, si modo habemus, bonam autem rationem aut non bonam a nobis». (Cabe comparar De dom. 107: «nec est ulla erga deos pietas nisi sit honesta de numine eorum ac mente opinio, ut expeti nihil ab iis, quod sit iniustum atque inhonestum [iustum aut honestum], arbitrere»).

4) Finalmente, Cicerón estaba convencido de que la religión podía evolucionar y que de hecho lo hacía, admitiendo el concepto de ‘progreso’ religioso; así lo observa en el caso romano, desde Rómulo, lo cual no le impide señalar al mismo tiempo –de manera un tanto paradójica– la crisis paulatina de la religión tradicional romana. [19]

A la vista de estos principios, resulta evidente que la teología ciceroniana ya no podía conformarse con una simple theologia poetica, y ni siquiera con una eficaz theologia civilis, por muy capaz que ésta fuese de preservar la pietas tradicional. Se admitiría, en todo caso, una theologia naturalis como la que parece aprobarse al final del De natura deorum, en aquel polémico dictamen ciceroniano que consideraba ésta –la expuesta por Balbo en Nat. II– como la más ‘verosímil’ (que no ‘verdadera’; «ad veritatem propensior» según Div. I, 9). Esto es, en fin, lo que puede observarse en la obra teológica ciceroniana (un tanto ‘polifónica’ desde el punto de vista formal), al margen de cuanto pueda especularse acerca del credo personal del autor. [20]

Conviene insistir, por último, en que no resulta en absoluto evidente la figura de un Cicerón ‘cristiano’ o ‘precristiano’, como algunos estudiosos parecen sugerir todavía. [21] Cicerón no podía ser ‘cristiano’ por varias razones (al margen ya, como es natural, de las puramente cronológicas), que cabe recordar brevemente: por su acendrada idea de ‘retribución’, ya que nuestro autor considera en todo momento que la pietas consiste en la «iustitia adversum deos» (Nat. I, 116), en una especie de do ut des, lo cual, más que presuntuoso, resultaba absurdo desde un punto de vista cristiano; es dudoso que creyese realmente en la existencia de un alma individual e inmortal; alababa la filantropía, pero no tanto el verdadero amor al prójimo según puede hoy entenderse; y, sobre todo, se mostró en todo momento incapaz de comprender el misterio que supone la existencia del mal (malum) –y de la maldad (malitia)– en el mundo, paradójicamente necesario para preservar la libertad humana: por qué no hizo bueno al ser humano la divinidad, se pregunta asombrado el autor del De natura deorum, a través del personaje de Cota, en lugar de ofrecerle una ratio que puede dirigirse –y se dirige habitualmente– hacia el mal (Nat. III, 78).

Sí es cierto que Cicerón, pese a su racionalismo militante, [22] parece consciente en todo momento de los límites de la razón humana, y éste es quizá su perfil más específicamente religioso. Decía Heráclito que la realidad parece oscura, porque la perspectiva de cada hombre es sólo una (ya sea doctus o indoctus), frente a la divinidad, que reúne todas las perspectivas posibles, es decir, la omnis veritas de la que se habla en cierto evangelio (Juan 16, 13), y a la que se refiere el propio Cicerón, en un lugar al menos (Nat. I, 60): «quia multa venirent in mentem acuta atque subtilia, dubitantem quid eorum esset verissimum desperasse omnem veritatem». Esta imagen del Cicerón consciente de los límites de la razón humana parece clara, aunque no haya perdurado tanto históricamente. [23] Una cosa es la realidad de las apariencias (perobscura) y otra muy distinta la interpretación que de ellas hacen los hombres, siempre limitada. Es lo que –si se permite una breve consideración de carácter crítico-textual– intuyó Plasberg claramente, al emitir una restitución exempli gratia para el comienzo corrupto del De natura deorum (si bien ningún editor se ha atrevido todavía a imprimir su propuesta): «<etenim cum maxima sit et in ipsis rebus obscuritas et in iudiciis nostris infirmitas, videatur haec ars aut non facile aut numquam posse pervenire ad scientiam>».

IV. Notas disonantes de moral ciceroniana

En realidad, pese a las afinidades observadas desde antiguo (cf. Ángel Escobar, art. cit., pp. 193-194), la doctrina ciceroniana estaba lejos del cristianismo, como lo estaba la de Séneca, pese a la también temprana atención que despertó su obra en los ámbitos cristianos (ya Tertuliano alude a él como Seneca noster, en An. 20, 1). [24] A las desadecuaciones doctrinales se sumaba además, de manera un tanto convencional o tópica, la ‘incoherencia’ que parecía revelar la propia vida del pensador romano. Así, indicábamos al principio cómo el encomio que Juan de Salisbury dirige a Cicerón en su ‘pedagógico’ Entheticus maior (J. Van Laarhoven, ed. cit., I, p. 24) tenía sus particularidades o, vale decir, sus ‘reservas’, como cuando, retomando el decir de San Agustín en Confessiones III, 4, aseguraba que todo el mundo celebra la oratio o eloquentia de Cicerón (os) pero no tanto su ratio o sapientia (pectus), [25] la cual le condujo a una crítica de la vieja religio sin determi-nación, es decir, poco efectiva, e incluso –al decir de Lactancio, Div. Inst. II, 3, 4– a la defensa de causas injustas. La reflexión de Juan de Salisbury, que difícilmente podía derivar de un conocimiento profundo de la biografía ciceroniana, podría responder al emerger de la personalidad que se ha señalado a veces como característico del siglo en que el autor escribe (y que lo acerca, por cierto, a la época en que lo hace el propio Cicerón): el individuo es responsable de sus actos, y también de la coherencia que ha de existir entre éstos y el ideario que ese mismo individuo defiende.

La eloquentia, en suma, no llevaba aparejada necesariamente la sapientia, como el propio Cicerón había reconocido de manera implícita al principio de su De inventione (I, 1), y menos aún la vera sapientia (San Agustín, De doctr. christ. IV 5; cf. C. Becker, cols. 122-123). Es más, dicha eloquentia iba asociada a menudo a la mera palabrería (philosophorum ventosa loquacitas), al invento de nova que no eran vera, como denunciaba Ricardo de San Víctor en su Benjamin maior (PL 196, col. 80 D). La prevención de Juan de Salisbury estaba justificada. Ya Guillermo de Malmesbury (ca. 1080-1142) había recomendado prudencia respecto a la lectura de paganos como Cicerón, [26] cuya obra sin embargo –a diferencia de lo que ocurría en el caso de Juan de Salisbury– conocía en gran extensión. Era el del arpinate, en suma, un legado teórico muy apetecible, pero también muy difícil de asumir por un cristianismo que buscaba una apoyatura intelectual con garantías y sin posibles fisuras.

V. Duce natura...

Una posible piedra de toque para la comprensión de tanta cautela por parte cristiana es por ejemplo el trascendental concepto de natura (gr. phúsis), que se perfila con fuerza ya en el pensamiento estoico y que se convertirá en un problema filosófico y científico fundamental desde la Alta Edad Media. [27] El concepto de natura que refleja la obra ciceroniana, y muy especialmente la de contenido teológico (De natura deorum, De divinatione y De fato, sobre todo), merece en este sentido nuestra atención. [28] La interrelación existente entre naturaleza y ser humano fue tratada por Cicerón en varias ocasiones, y en términos no difíciles de compartir. Sin embargo, no podía bastar para un cristiano, por ejemplo, que se cifrase en el mero uso de la palabra la diferencia esencial entre hombre y animal (cf. De or. I, 8, 32-33), por mucho que este atributo confiriese a las criaturas humanas, sobre todas las demás, su dignitas característica. [29] Tampoco el hecho de que Cicerón encareciese el uso de la razón frente al simple instinto –que la humanidad tiene en común con el reino animal– bastaba seguramente para destacar de manera radical –es decir, cualitativa– la muy elevada posición del ser humano dentro de la scala naturae (cf. Tusc. I, 56: «item si nihil haberet animus hominis, nisi ut appeteret aut fugeret, id quoque esset ei commune cum bestiis»; cf. Nat. II, 29 y 34; la idea será remachada por Lactancio, quien se basará para ello en textos del propio Cicerón, como en Div. Inst. V, 11, 2). La ‘naturaleza’ ciceroniana distinguía por tanto con claridad cuál era el ámbito propio del ser humano e iba más allá de la mera invocación frenética de natura, que tantos quebraderos de cabeza hubo de dar a la ortodoxia medieval, siempre recelosa de las connotaciones más desatadas del término (del ‘segund natura’ de nuestro Arcipreste de Hita, Libro de buen amor 73c, por poner un ejemplo significativo).

Pese a esa preeminencia del ser humano en cuanto ser racional, pese a ese dominio de la mens, el hombre se halla incardinado en la naturaleza, que es quien dirige o ha de dirigir su intelecto, constituyéndose en dux natura. Parcialmente identificable con la recta ratio (gr. orthòs lógos), es esta reflexión ‘guiada por la naturaleza’ la que en última instancia conduce al hombre hacia la religión, es decir, hacia la creencia en los dioses, a los cuales se identifica parcialmente –tras las huellas de Varrón, desde una especie de panteísmo de fondo– con la propia naturaleza (deus sive natura). De ahí que la religio vaya indisociablemente unida –frente a la irracional y abominable superstitio– a la cognitio naturae (Div. II, 149).

Por otra parte, la diferencia entre esa naturaleza física y el Dios cristiano, de carácter personal, era evidente, como se encargó de recalcar San Agustín (Civ. VI, 8): «At enim habent ista physiologicas quasdam, sicut aiunt, id est naturalium rationum interpretationes. Quasi vero nos in hac disputatione physiologian quaerimus et non theologian, id est rationem non naturae, sed Dei». E insistía a continuación en cómo carecía de fundamento el identificar a Dios, sin más, con la naturaleza: «Quamvis enim qui verus Deus est non opinione, sed natura Deus sit: non tamen omnis natura deus est, quia et hominis et pecoris, et arboris et lapidis utique natura est, quorum nihil est deus».

VI. Religio, ratio, natura... Los fundamentos de un nuevo racionalismo

El concepto de natura era esencial en el pensamiento de Cicerón, quien ya al comienzo de su obra teológica por excelencia –De natura deorum– aludía a cómo el ser humano cree en la existencia de los dioses «bajo la guía de la naturaleza» (duce natura; cf. Nat. I, 2): «quod maxime veri simile est et quo omnes [sese] duce natura venimus, deos esse dixerunt [...]». Es ilustrativo comparar Nat. II, 128, en un contexto bien distinto, pero que indica claramente el significado real de la secuencia: «sine magistro duce natura mammas adpetunt earumque ubertate saturantur»; es decir, las crías buscan su alimento sin que nadie les enseñe previamente a hacerlo, «bajo la guía de la naturaleza», instintivamente. La expresión es muy característica de Cicerón (aunque también pueda documentarse, por ejemplo, en Varrón, Ling. Lat. VIII, 10, [30] o mucho después en Apuleyo, De mundo 28): cf. Fin. I, 71; II, 32; V, 69; Off. II, 73. También se encuentra recogida en fórmulas afines, como la famosa de Am. 19, tan apreciada por Juan de Salisbury: «quia sequantur [...] naturam, optimam bene vivendi ducem». Por otra parte, conviene destacar que en estos ejemplos natura no representa la oposición habitual de ars (parcialmente equiparable a veces al concepto de ‘hábito’ o ‘segunda naturaleza’ [31] ), sino que el opuesto correspondiente es en este caso la ausencia de natura, el contra naturam podría decirse (cf., por ejemplo, Off. III, 26), [32] todo aquello que, en suma, aparta al ser humano de la ‘ley natural’.

Lactancio se encargó de recalcar, retomando a un ‘casi profeta’ Cicerón, cómo la verdadera ley coincide con la ‘recta razón’, que se da en consonancia con la naturaleza, la cual enseña a todos los hombres lo que ha de hacerse y lo que no (Div. Inst. VI, 8; cf., por ejemplo, Rep. III, 33: «est quidem vera lex recta ratio, naturae congruens, diffusa in omnis, constans, sempiterna, quae vocet ad officium iubendo, vetando a fraude deterreat, quae tamen neque probos frustra iubet aut vetat, nec improbos iubendo aut vetando movet», Leg. I, 33). En realidad, ya no podía bastar un «evita el mal, haz el bien» como el ciceroniano. Cicerón no era un autor ‘inspirado’, sino que incluso para Lactancio –como bien ha mostrado V. Buchheit (art. cit., pp. 362-364)– se trataba de un «homo longe a veritatis notitia remotus», poseedor todavía de una mera «imago sapientiae» (Div. Inst. II, 11, 17), al igual en cierto modo que Virgilio, quien «non longe afuit a veritate» (Div. Inst. I, 5, 11). La conclusión de Lactancio es obvia: «Quodsi vel Orpheus vel hi nostri, quae natura ducente senserunt, in perpetuum defendissent, eandem quam nos sequimur doctrinam comprehensa veritate tenuissent» (Div. Inst. I, 5, 14). [33] El concepto de una naturaleza ‘guía’, por lo demás, no era ajeno a otros ámbitos, habida cuenta de su gran trascendencia. Era la misma naturaleza que, según el ‘ecuménico’ San Pablo, Rom. 2, 14-15, se encargaba de enseñar a los paganos la ley divina, es decir, el decálogo [34] : «cum enim gentes, quae legem non habent, naturaliter ea, quae legis sunt [gr. phúsei tà toû nómou], faciunt, eiusmodi legem non habentes, ipsi sibi sunt lex: qui ostendunt opus legis scriptum in cordibus suis [...]».

El llamado ‘renacimiento del siglo XII’ (Charles H. Haskins, 1927) [35] conocerá lo que ha solido denominarse una ‘découverte de la nature’ (M.-D. Chenu) y un continuo preguntarse por las causae rerum, en múltiples autores, [36] dentro de un proceso coincidente con el redescubrimiento de Aristóteles y de los llamados libri naturales, en el que también Juan de Salisbury –uno de los primeros conocedores asimismo del Organon en su conjunto (J. van Laarhoven, I, p. 330)– desempeñó su papel. [37] Este proceso, como ha destacado Andreas Speer (art. cit., p. 294), había de realizarse además con vistas a su legitimación constante por parte de los theologi, reacios a admitir un supuesto racionalismo científico al margen de la fe, por aristotélico que éste fuese. Por lo demás, el racionalismo ciceroniano poseía claras implicaciones o connotaciones ‘políticas’ (cf. Ángel Escobar, art. cit., p. 198), que no podían dejar de interesar al autor del Policraticus, un tratado de moral política al fin y al cabo. Su recepción como dogma dubium actuaba en su contra, ya que la ambigüedad muy rara vez fue motivo de alabanza, desde la antigüedad, entre lectores de literatura religiosa (cabe recordar, en este sentido, que ya Varrón sintió la necesidad de excusarse por sus dubiae opiniones...; cf. Ant. rer. div., frag. 204 Cardauns, Baier, p. 51). El naturam sequi de Juan de Salisbury (Entheticus maior, v. 1236: «naturamque sequi, cultus amorque Dei est»; cf. J.-Y. Tilliette, art. cit., p. 709), consistente en seguir a la razón desde la fe (cf. v. 1270: «Omnis enim ratio deficit absque fide»), no como esclavitud, sino por amor, constituye todo un programa: ir en pos de un dios maternal, cuyo seguimiento entraña la única libertad posible, ya que cualquier otro seguimiento es esclavitud en el fondo (cf. vv. 1237-1240: «Quisquis enim satagit rationis iura tueri, / naturam sequitur, servit, amatque Deum. / Ille tamen cultus non est servilis habendus: / sic servit matri filia, sponsa viro»).

Pese al academicismo militante de Juan de Salisbury, filosofía y religión han de ir y van siempre unidas en su creencia: el filósofo es cristiano o no es filósofo (cf. J. van Laarhoven, ed. cit., p. 369). De ahí la necesidad de que saber y moral vayan unidos, de ahí también su insistencia en la necesidad de que haya coherencia entre pensamiento y acción (cf., por ejemplo, en relación con Aristóteles, los versos 865-868 del poema, muy similares a los dedicados a Cicerón: «Philosophus satagit, ut mens respondeat ori, / ut proba sit verbis consona vita bonis. / Non ut quis recte loquitur, mox philosophatur, / sed qui sic vivit, ut bona semper agat»). No hay saber sin moral, dicho en clave casi platónica. Era una coherencia ausente en Cicerón, ante adventum Christi, quien sí era, sin embargo, un avanzado en el ‘conocimiento natural’ de Dios (J.-Y. Tilliette, art. cit., p. 706), aunque no llegara a alcanzarlo del todo, ni a intuir siquiera el buen número de paradojas que iban a constituir esencialmente el cristianismo y su desarrollo histórico. [38]

VII. Conclusión

Nuestra reflexión ha partido del encendido elogio dirigido a Cicerón por Juan de Salisbury en su Entheticus maior (I), novedoso respecto a una larga tradición literaria –tardoantigua y medieval– poco generosa con la obra filosófica ciceroniana (II) y que parece valorar implícitamente, como rasgo positivo, la radicalidad de fondo del pensamiento ciceroniano más genuino, nada escéptico (III). No obstante, su encomio no se halla exento de cierta crítica, planteada en términos bien comprensibles desde la mentalidad cristiana del autor (inmerso en el debate entre religión, ciencia y moral individual característico del siglo XII) y desde su propia concepción del saber, la cual exigía –en clave casi platónica– una adecuación plena entre pensamiento y acción (os y pectus en la formulación poética de Juan de Salisbury [IV]). El concepto de natura, esencial en la doctrina ciceroniana y que aparece a menudo bajo la advocación de dux en la obra del arpinate (V), aparece también en el elogio en cuestión, de manera muy significativa, y refleja bien la polémica existente en la época en torno a esta cuestión esencial, especialmente en boga a raíz del redescubrimiento de los libri naturales aristotélicos e íntimamente ligada –al igual que en la obra ciceroniana– al concepto de ratio (VI). Se trataba, en suma, de un episodio más del arduo debate medieval entre razón y fe, durante el que Cicerón pudo llegar a ser visto en ocasiones como precursor intelectual.



[1]  Cf. B. Munk Olsen, «L’humanisme de Jean de Salisbury, un cicéronien au 12e siècle», en Maurice de Gandillacy Édouard Jeauneau, Entretiens sur la Renaissance du 12e siècle, París/La Haya, 1968, pp. 53-83 («Discussion» en pp. 70-83). Citamos el poema por la edición de J. Van Laarhoven, John of Salisbury’s ‘Entheticus maior and minor’, I-III, Leiden/Nueva York/Copenhague/Colonia, 1987.

[2]  Cf. J.-Y. Tilliette, «Jean de Salisbury et Cicéron. Réflexions sur l’Entheticus maior, vv. 1215-1246», Helmantica, 151-153 (1999), pp. 697-710.

[3]  Así, por «philosophie bien douteuse» se inclina B. Munk Olsen en su traducción (art. cit., p. 55), «hazardous» propone van Laarhoven en su versión de 1987, ed. cit., p. 184. No consideramos acertada la propuesta de J.-Y. Tilliette, art. cit., p. 705, quien se pregunta si no convendría comprender el adjetivo «dans l’acception classique, et dépourvue de connotations péjoratives, d’‘indécis’, ‘marqué par le doute’».

[4]  Cf. PL 63, col. 564 C, y 69, col. 539 C.

[5]  Ello le evitaba además tener que tomar partido –a quien además era desconocedor del griego– por uno u otro princeps philosophiae; durante mucho tiempo fue Platón el primero (Policr. I, 6, 1 y VII, 6, 2); puede compararse, no obstante, Entheticus maior, vv. 851-852: «Si quis Aristotilem primum non censet habendum, / non reddit meritis praemia digna suis». Al respecto, cf. Édouard Jeauneau, «Jean de Salisbury et la lecture des philosophes», en M. Wilks (ed.), The World of John of Salisbury [= Revue des Études Augustiniennes, 29 (1983), pp. 145-174], Oxford, 1984, pp. 77-108, en pp. 89-90; respecto al desconocimiento del griego por parte de nuestro autor medieval cf. ibid., p. 96.

[6]  Ap. H. Le Bonniec, «L’exploitation apologétique par Arnobe du De natura deorum de Cicéron», en R. Chevalier (ed.), Présence de Cicéron. Actes du Colloque... Hommage au R. P. M. Testard [= Caesarodunum, 19 bis], París, 1984, pp. 89-101, en p. 90. No sería seguramente tan determinante el juicio de quienes más bien veían en estas obras una cierta tosquedad literaria (cf. Macrobio, Sat. I, 24, 4: «cum ipse Tullius, qui non minus professus est philosophandi studium quam loquendi, quotiens aut de natura deorum aut de fato aut de divinatione disputat, gloriam, quam oratione conflavit, incondita rerum relatione minuat»).

[7]  Cf., respectivamente, A. S. Pease, M. Tulli Ciceronis de natura deorum, I-II, Cambridge (Mass.), 1955-1958, p. 1143; H. D. Jocelyn, «Varro’s Antiquitates rerum divinarum and religious affairs in the Late Roman Republic», Bulletin of the John Rylands University Library of Manchester, 65 (1982), pp. 148-205, en p. 149, n. 7 («It was not necessarily a Christian who removed the argument against the providential ordering of the universe at 3.65»). En una laguna debida a un mero accidente en la transmisión textual ha pensado más bien H. Le Bonniec, art. cit., p. 91, n. 2.

[8]  Es referencia obligada, a propósito de San Agustín, la monografía clásica de M. Testard, Saint Augustin et Cicéron, I-II, París, 1958. Las menciones isidorianas de nuestro autor (casi cincuenta en Etimologías: cf. Mª-I. Magallón, Concordantia in Isidori Hispaliensis Etymologias, vol. I, A-D, Hildesheim/Zurich /Nueva York, 1995, s. v. «Cicero», pp. 292-293, así como A. S. Pease, Nat., p. 57, Ángel Escobar, «La pervivencia del corpus teológico ciceroniano en España», Revista Española de Filosofía Medieval, 4 (1997), pp. 189-201, en p. 196, n. 41) carecen de relevancia para el tema aquí tratado. En general, cf. T. Zielinski, Cicero im Wandel der Jahrhunderte, Leipzig/Berlín, 19123, C. Becker, «Cicero», en T. Klauser (ed.), Reallexikon für Antike und Christentum, III (1957), cols. 86-127, I. Opelt, «Ciceros Schrift De natura deorum bei den lateinischen Kirchenvätern», Antike und Abendland, 12 (1966), pp. 141-155, W. Rüegg et al., «Cicero in Mittelalter und Humanismus», Lexikon des Mittelalters, II (1983), cols. 2063-2077, V. Buchheit, «Cicero inspiratus – Vergilius propheta? Zur Wertung paganer Autoren bei Laktanz», Hermes, 118 (1990), pp. 357-372.

[9]  Cf. Pierre Courcelle, «La posterité chrétienne du Songe de Scipion», RÉL, 36 (1958), pp. 205-234.

[10]  Acerca de esta interesante obra anónima, compilada inicialmente en el siglo VI, en la que un imaginario San Agustin contrapone sus doctrinas a las de quince filósofos paganos (Cicerón entre ellos), cf. Anonymi contra philosophos, ed. D. Aschoff, Turnhout, 1975, pp. V-XLI.

[11]  Un caso excepcional recoge R. R. Bolgar, The Classical Heritage and its Beneficiaries, Cambridge, 19772, p. 197 (en referencia a la lista de lecturas que aparece en un manuscrito del siglo XIII y que puede ponerse en relación con Neckham).

[12]  En general, cf. A. S. Pease, Nat., pp. 52-61, y M. Tulli Ciceronis de divinatione libri duo [= University of Illinois Studies in Language and Literature, 6 1920, pp. 161-500, y 8 (1923), pp. 153-474], Darmstadt, 1963, en pp. 29-37.

[13]  En general, cf. R. H. Rouse, ‘De natura deorum, De divinatione, Timaeus, De fato, Topica, Paradoxa Stoicorum, Academica priora, De legibus’, en L. D. Reynolds (ed.), Texts and Transmission. A Survey of the Latin Classics, Oxford, 19862, pp. 124-128.

[14]  Un ejemplo podría ser el de Nat. I, 122, donde se define el amor verdadero, desprendido, frente al que responde al mero interés, recogido por Fernández de Heredia en su Rams de flores, a partir de Juan de Gales, y por otros muchos autores medievales (cf. Ángel Escobar, art. cit., p. 197).

[15]  Todas ellas conservadas en más de cincuenta manuscritos o fragmentos anteriores al siglo XIII, según el útil cómputo de B. Munk Olsen, «La popularité des textes classiques entre le IXe et le XIIe siècle», La réception de la littérature classique au Moyen Âge (IXe - XIIe siècle), Copenhague, 1995, pp. 21-34, en pp. 29-30 [= RHT, 14-15 (1986), pp. 169-181].

[16]  En un espíritu de talante esencialmente ‘político’ y en buena parte ‘tolerante’ como el ciceroniano, cabe hablar quizá de ‘rechazo’ del adversario ideológico, más que –en los términos empleados por Erasmo– de ‘odio’ propiamente dicho (cf. Ciceronianus I, col. 1002 A, ap. B. Munk Olsen, art. cit., p. 69, n. 22).

[17]  Cf., por ejemplo, J. Scheid, La religión en Roma [= Religion et piété à Rome, París, 1985], tr. J. J. Caerols, Madrid, 1991, pp. 9, 20-21, en aparente contradicción con lo apuntado en pp. 16-17, más certeramente a nuestro juicio.

[18]  Este aspecto es interesante, porque estaba en la base de uno de los más sutiles reproches de Cicerón hacia los epicúreos: el de ser supersticiosos –en cuanto temerosos de la divinidad– y el de apartar a la divinidad de sus vidas para no poder recibir ya censura alguna por sus actos.

[19]  La idea es esencial desde el punto de vista teórico; cabe recordar que hasta un ateo tan ferviente como Bertrand Russell llegó a decir que «las religiones, al igual que los vinos, maduran con el tiempo» (Bertrand Russell responde, tr. E. Goligorsky, Barcelona, 1977, p. 61), lo cual no dejaba de entrar en flagrante contradicción con su opinión general al respecto, a menudo incoherente y privada de consistencia (cabe comparar ibid., p. 44: «Por una razón lógica es evidente que, puesto que discrepan entre sí, sólo una de ellas puede ser cierta [...] Una cosa es la veracidad de una religión, y otra es su utilidad. Estoy tan firmemente convencido de que las religiones son perniciosas como lo estoy de que son falsas»).

[20]  Su compromiso religioso personal fue más bien escaso según K. Latte, Römische Religionsgeschichte, Munich, 19672, pp. 285-286, quien aducía al respecto el testimonio de Fam. XIV, 4, 1, dirigido a Terencia («deseo verte cuanto antes, vida mía, y morir entre tus brazos, ya que ni los dioses –a los que tú has venerado tan castamente–, ni los hombres –a quienes yo siempre serví– nos han mostrado su gratitud»). Poco más se desprende de las epístolas ciceronianas a este propósito.

[21]  Es de interés al respecto J. Guillén Cabañero, Teología de Cicerón, Salamanca, 1999 (cf. BSL, 29 [1999], pp. 636-640 [C. Formicola], Helmantica, 155 [2000], pp. 525-527 [F. J. Udaondo]).

[22]  Rasgo que compartía con contemporáneos tan notables como Varrón; cf. Y. Lehmann, Varron théologien et philosophe romain, Bruselas, 1997, pp. 342-367.

[23]  Quizá sea una excepción Shakespeare, Julio César, acto I, esc. 3, obra en la que un Cicerón imaginario, a la vista de los supuestos prodigios terribles denunciados por el supersticioso Casca poco antes de la muerte de César, afirma que «los hombres suelen interpretar las cosas como les conviene, y privarlas del sentido que éstas tienen realmente», añadiendo un «buenas noches», ya que el tiempo no invita a pasear («Indeed it is a strange-disposed time; / but men may construe things after their fashion, / clean from the purpose of the things themselves [...] / Good night then, Casca. This disturbed sky / is not to walk in»).

[24]  Y pese a su apropiación más o menos infundada por parte del humanismo y prehumanismo cristianos; cf. K. A. Blüher, Séneca en España. Investigaciones sobre la recepción de Séneca en España desde el siglo XIII hasta el siglo XVII [= Seneca in Spanien. Untersuchungen zur Geschichte der Seneca-Rezeption in Spanien vom 13. bis 17. Jahrhundert, Munich, 1969tr. J. Conde, ed. correg. y aum., Madrid, 1983], pp. 28-29. La cuestión, no obstante, arranca de mucho antes: cf., por ejemplo, J. González Luis, «Séneca y Pablo», en M. Rodríguez-Pantoja (ed.), Séneca, dos mil años después. Actas..., Córdoba, 1997, pp. 413-418.

[25]  Cf. B. Munk Olsen, art. cit., pp. 56 y 58. Según J.-Y. Tilliette, ed. cit., p. 708, pectus significaría aquí ‘sensibilidad’, y no tanto ‘carácter’.

[26]  Cf. R. Thomson, «John of Salisbury and William of Malmesbury: Currents in Twelfth-Century Humanism», en M. Wilks (ed.), op. cit., pp. 117-125, esp. p. 119.

[27]  Sigue siendo de interés al respecto A. Pellicer, Natura. Étude sémantique et historique du mot latin, París, 1966, quien destaca el amplio número de usos ciceronianos (pp. 402-405). Sobre la importancia de este rico concepto y sus metamorfosis literarias es clásica la breve contribución de E. R. Curtius, Literatura europea y edad media latina [= Europäische Literatur und lateinisches Mittelalter, Berna, 1948], tr. M. Frenk y A. Alatorre, 2 vols., Méjico/Buenos Aires, 1955, aquí vol. I, pp. 160-188 («La diosa naturaleza»).

[28]  Una traducción española de estos tratados, provista de notas, puede consultarse en la Biblioteca Clásica de Gredos, Madrid, 1999, nº 269 (Nat.) y nº 271 (Div. y Fat.)

[29]  Cf. B. Munk Olsen, art. cit., p. 57, donde se remite a Juan de Salisbury, Metal. I, 7 (col. 835 A), Ángel Escobar, art. cit., p. 194, n. 32.

[30]  A propósito del carácter ‘natural’ de los nombres divinos: «natura enim dux fuit ad vocabula imponenda homini»; en general, cf. T. Baier, Werk und Wirkung Varros im Spiegel seiner Zeitgenossen. Von Cicero bis Ovid, Stuttgart, 1997, pp. 56-57.

[31]  Cf. J. Cadden, «‘Nothing Natural Is Shameful’: Vestiges of a Debate About Sex and Science in a Group of Late-Medieval Manuscripts», Speculum, 76 (2001), pp. 66-89, en p. 76.

[32]  Si bien ambos conceptos van a veces a la par en Cicerón: cf. É. Gavoille, Ars. Étude sémantique de Plaute à Cicéron, París, 2000, pp. 294-298.

[33]  Cf. Íd., «Vergil als Zeuge der natürlichen Gotteserkenntnis bei Minucius Felix und Laktanz», Rheinisches Museum, 139 (1996), pp. 254-259.

[34]  Cf. D. E. Luscombe, «Natural Morality and Natural Law», en N. Kretzmann, A. Kenny y J. Pinborg (eds., assoc. ed. E. Stump), The Cambridge History of Later Medieval Philosophy, Cambridge, 1982, pp. 705-720.

[35]  Concepto en el que, como observó Andreas Speer, Die entdeckte Natur. Untersuchungen zu Begründungsversuchen einer scientia naturalis im 12. Jahrhundert, Leiden/Nueva York /Colonia, 1995, p. 7: «es fehlt jeder Hinweis auf eine Distanznahme zur eigenen Zeit, die andererseits schon im Begriff des ‘Rinascimento’ zum Ausdruck gebracht wird». Una mayor intensidad del fenómeno durante la primera mitad del siglo cree observar S. C. Ferruolo, «The Twelfth-Century Renaissance», en W. Treadgold (ed.), Renaissances Before the Renaissance. Cultural Revivals of Late Antiquity and the Middle Ages, Stanford, 1984, pp. 114-143, esp. pp. 142-143.

[36]  Cf. Andreas Speer, op. cit., con atención especial a las figuras de Adelardo de Bath, Bernardo de Chartres, Guillermo de Conches y Thierry de Chartres. Para el caso, por ejemplo, de Alain de Lille, quien concibe la naturaleza como «gardienne de la Loi divine primordiale», cf. Marie-Thérèse D’Alverny, «Maître Alain – nova et vetera», en Maurice de Gandillac y Édouard Jeauneau (eds.), op. cit., pp. 117-145, esp. pp. 130-131 y p. 139.

[37]  En general, cf. C. J. Nederman y J. Brückmann, «Aristotelianism in John of Salisbury’s Policraticus», Journal of the History of Philosophy, 21 (1983), pp. 203-229.

[38]  Como tan bien supo reflejar Chesterton en uno de sus mejores ensayos, bajo ese título («Las paradojas del cristianismo»), en Ortodoxia, tr. A. Reyes, Barcelona, 20002, pp. 94-118, al reflejar el carácter ‘casi razonable’ que suele ofrecer la vida, con su característica ‘verdad revuelta’ (cf. Cicerón, Nat. I, 12).